Amo Twitter. Amo su carácter democrático. En Twitter gana el interesante, el que comunica, el que es original; pierde el frívolo, el que piensa que tiene demasiado que decir y el que tiene las neuronas vacías. Amo que el gancho no sea tu rostro, ni tus bíceps, ni tus amistades: personas que tienen dos mil amigos en Facebook tienen veinte seguidores en Twitter.
Amo que te obligue a ser breve. En un mundo en donde el internet se usa como plataforma para la verborrea, en donde la autocensura es un valor extraviado, Twitter es el imperio del encabezado: dilo bien y dilo en pocas palabras. Amo Twitter porque fomenta la discusión, pero no el morbo; porque es el único medio en la web en donde el anonimato es una herramienta y no un arma. Amo Twitter porque sólo te permite tener una foto: porque no mandan las imágenes, sino las palabras.
Amo Twitter porque la conexión que propicia –sin importar qué tan pequeña sea- es genuina. Lo amo porque mis seguidores no sólo no son mis amigos: ni siquiera los conozco. Amo su fondo y su forma, su información veloz, sus datos curiosos, su ocio elegante y su ocio burdo. Lo amo, sobretodo, porque no me pide que comprometa mi privacidad. Twitter no es dueño de nada. Es –más que nada- prueba fehaciente de que el siglo XXI por fin entendió cómo usar el internet.
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