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Archive for December, 2012

Antes de entrevistar a la alumna de Ricardo, Luis me lleva a comer a una avenida comercial de Tucson. Todas las tiendas en la avenida venden objetos que revelan el sincretismo que se ha llevado a cabo en la frontera. Aparadores con calaveras pintadas con la bandera de las rayas y las estrellas; luchadores de plástico con la leyenda U.S.A. sobre sus capas y calzones; ofrendas del Día de Muertos detrás de vitrinas que explican su propósito en inglés.

Bebemos un par de cervezas, y arrancamos rumbo al sur de Tucson para recoger a Elena. Pasamos el centro de la ciudad y, tras tomar una de esas anchísimas carreteras norteamericanas , entramos a una zona de casas chaparras, jardines apenas podados, callejones sin salida, trailer parks, banquetas vacías y un supermercado que se llama “Mi Ranchito”. Finalmente damos con la casa de Elena, bajamos de la camioneta, tocamos el timbre y minutos después sale, vestida con jeans y top púrpura, el pelo atado en una firme cola de caballo, con una amplia sonrisa en el rostro. No sé si debo saludarla como mexicana o norteamericana (de beso en el cachete o con la mano). Nos subimos de vuelta a la camioneta y nos dirigimos de regreso al campus de la universidad, a un café que está a cinco minutos caminando de mi Holiday Inn. En el trayecto batallamos para encontrar un tema de conversación que fluya. Elena habla de lo que ha estado haciendo últimamente para ganarse la vida. A pesar de haber cursado la prepa y de haber estudiado en el Community College, no puede conseguir un trabajo legal. Por lo tanto, se gana la vida limpiando casas y dando clases de baile. Tiene 32 años y forma parte del grupo al que muchos se refieren como Dreamers: norteamericanos nacidos en México, incapaces de aspirar a la ciudadanía estadunidense si no se pasa el Dream Act, que solamente otorgaría la nacionalidad a aquellos que hayan cursado sus estudios en Estados Unidos, con las más altas notas y sin ningún antecedente penal.

Llegamos al café. Ahí nos espera Ricardo, sentado en una de las mesas de en medio, con un periódico frente a él. Saluda a Luis, me saluda a mí y después besa a Elena en la mejilla. Saco la grabadora y comenzamos. Luis toma asienta frente a mí. Elena y Ricardo están a mis costados. Por primera vez la veo con claridad. Aunque quizás no tiene relevancia alguna para este reportaje, lo cierto es que Elena es verdaderamente bonita: de piel morena, casi áurea, enormes ojos oscuros, facciones finas y con el cuerpo torneado de una bailarina. Para  Elena su belleza es un problema que la convirtió en carnada para quien quiso aprovecharse de ella. Desde que llegó, sus compañeras le “decían mojada”.

Nunca he visto manos más secas que las suyas, como si viviera con los brazos enterrados en la arena.

Primero me platica de cómo llegó a Arizona. Su papá había venido a trabajar del otro lado de la frontera, y al ver que esos viajes simplemente no le rendían suficiente dinero como para mantener a su familia, decidió que era mejor cruzar y establecerse en Estados Unidos. Elena y su hermano no tomaron bien la noticia. Eran suficientemente grandes como para entender lo que implicaba el desarraigo, la mudanza y el separarse de su familia mexicana. Así que para convencerlos el padre de Elena tuvo que inventarles que cruzarían la frontera para conocer Disneylandia.

“Nunca fuimos a Disneylandia. Es más: hasta la fecha no lo conocemos. Después de que llegamos, mi papá como ya tenía que entrar a trabajar nos dijo “¿qué les parece si entran a la escuela para ver cómo es aquí?”, Y pues yo y mi hermano pensamos, “bueno, estamos de vacaciones, entramos un ratito a la escuela y después nos vamos para México”, entramos y ya aquí nos quedamos”.

Elena tardó un año en darse cuenta de que no regresaría a México. Ni siquiera el nacimiento de su hermano menor (su madre cruzó la frontera embarazada), la convenció de que regresar al Distrito Federal. Esos primeros años los pasó en un departamento pequeñísimo, durmiendo dos o tres sobre un colchón en el piso, acompañados, dice, de cucarachas.

“¿Cuando te diste cuenta que eras indocumentada?”

“Cuando me iba a graduar y no podía sacar mi licencia. Mi papá pensaba que después de vivir siete años acá ya te hacías residente, y eso nos decía. Y yo había llegado siete años antes de graduarme de High School, así que pensé que mis papeles estarían en orden para entonces. Pero cuando cumplimos siete años aquí ampliaron el plazo a diez años, luego a veinte, hasta que lo quitaron.”

Ricardo intercede: “La última reforma migratoria, que fue  en el 96 si no mal recuerdo, una reforma también a nivel federal, ha evolucionado en algo muy adverso para los inmigrantes en muchos sentidos. Antes de alguna forma -por conexiones familiares- podías  aspirar a arreglarte, pero ahora es prácticamente imposible”.

“Mi única esperanza es  una amnistía o casarme,” me dice Elena “Mi amiga Rosa se casó y en un año ya tiene la residencia. Pero también tienes que estar muy enamorada o muy consciente porque el precio es alto, y eso que ella se casó enamorada. Y de cualquier manera batalla mucho. Batalla mucho porque a veces él se lo echa  medio en carita, y como eso de que te echen en cara que te están ayudando…”

Le pregunto si ella cree que sus padres aún extrañan a México.

“Lloran mucho, sí, claro que sí, porque a mí mamá se le murió su papá y no lo pudo ver. A mí papá también se le murió su papá, a mí mamá se le acaban de morir dos hermanos y no pueden volver. Donde yo estoy es por eso, por el sacrificio de ellos. Mi éxito es su éxito de ellos, es como yo lo veía todo el tiempo; si yo salgo adelante van a decir “El sacrificio valió la pena”, pero si yo soy  un desastre, soy una drogadicta, tengo hijos a montón, ando aquí, acá, es un fracaso para  ellos porque su sacrificio no valió la pena.”

Pido otro café. El rostro de Elena ha cambiado. Advierto que estamos entrando a temas espinosos, de los que preferiría no hablar, así que opto por arrojarle una pregunta más ligera.

“¿En qué trabajan tus papás?”

“Mi papá trabaja en una empresa -siempre rezamos que no lo agarren- que hace rastrillos para el césped, las podadoras, las navajas… eso es lo que él hace. Mi mamá se dedica a cuidar a mi hermano el más chiquito, que es autista.”

Ricardo aparta su vaso vacío, pide perdón por interrumpirnos y le sugiere a Elena que me hable de sus estudios. “Esta chica tiene tres títulos,” me dice, y yo volteó a ver a Elena en espera de que se sonroje por el cumplido, pero su rostro se mantiene impávido. Me queda claro que no puede estar orgullosa de haber estudiado si el país en el que vive no le permite ejercer su vocación. Tiene tres títulos de Community College: en negocios internacionales, administración de empresas y otro grado de Fine Arts. No obstante, por ser indocumentada, no puede trabajar. Y aunque nació en Estados Unidos, su hermano tampoco puede ir a una universidad hecha y derecha.

Ricardo intercede “los títulos de Elena no se han podido transferir, esos títulos los obtuvo  en la Universidad Comunitaria  aquí en distrito, pero no los ha podido transferir a la Universidad de Arizona para obtener una licenciatura u otro grado más alto porque es una imposibilidad en las condiciones en las que está”.

“A mi hermano, que es ciudadano, le está afectando, no nada más a uno que es indocumentado. Hijos de indocumentados, nacidos aquí sufren también. Mi hermano no puede entrar a la universidad porque mis papás son indocumentados”, me explica Elena.

“¿Por qué?” Le pregunto.

“Porque mi mamá no tiene seguro social y para que él pueda entrar, como él es chico y él vive en  casa tiene que demostrar  que lo pueden mantener. Y cómo mis papás van a mantener a su hijo si son indocumentados.”

Elena se detiene y, justo antes de continuar, su voz se quiebra y se le nubla la mirada.

“He gastado casi treinta mil dólares en mis estudios y no han servido para nada. Sigo limpiando casas. Cuando tenía veintiún años pensaba “esto es temporal, temporal” y ahora que tengo treinta y dos, y sigo haciendo lo mismo, pienso “¿hasta cuándo?”

Recuerdo que unos días antes Violeta me habló del desempeño académico de los jóvenes de primera generación; un desempeño mucho más alto que el de los de segunda y tercera generación (es decir: de aquellos que ya son norteamericanos). El tema nos lleva a la tensa relación entre los propios mexicoamericanos. “A mí me ha hundido la raza,” dice Elena, justo antes de explicarme que muchas veces son los propios compatriotas los que la rechazan por ser indocumentada; incluso menciona un caso de un hombre que no quiso continuar una relación con ella después de enterarse de su situación. “Las chicas me envidian por flaca, por bonita, porque bailo.”

“Me da coraje cuando los ciudadanos son un despapalle, cuando no van a la escuela, cuando no estudian. Eso es como una cachetada para mí porque yo lo vivo. Si pudiera regresar a la escuela a estudiar lo haría. La única razón por lo que no lo hago es porque no tengo dinero y porque no me dejan”.

La nueva ley, la que permite que los policías detengan a cualquier persona para pedirle sus papeles, ha causado estragos en su vida diaria.

“Vas al doctor y lo primero que te dicen es “¿tienes papeles?”, cuando tú solo vas a checarte. Cada día que pasa es más difícil. Antes yo veía a un policía y estaba bien. Ahora ya la pienso más para salir. Si voy a un lugar, yo todo el tiempo me persigno, porque no sé si voy a llegar a mi casa… hasta caminando te pueden parar.”

Le pregunto si regresar a México es una opción.

“México es la madre que no conozco. Y Estados Unidos el padre que no me quiere.”

*-*

Dos días después acudo a la conferencia de prensa de Araceli Torres, dentro de un pequeño salón de paredes y pisos blancos, con cuatro mesas con superficie de plástico, a un lado de la construcción principal de una iglesia. El taxi me deja en el pedregoso estacionamiento donde un grupo de norteamericanos de Colorado, visten la misma camiseta: blanca, con la leyenda “Humanitarian Aid is not a crime” adelante y atrás. Me observan caminar hacia el salón en el que se llevará a cabo la conferencia y todos, sin excepción, me arrojan sonrisas sinceras, como queriendo felicitarme por haber venido a apoyar una causa tan noble como la de Araceli.

Los gringos toman asiento en las mesas de adelante, platicando animadamente, mientras que la familia de Araceli se queda de pie en el otro extremo del cuarto, sin pronunciar palabra. Yo, que no formo parte de ningún grupo, tomo asiento entre ellos, solo frente a una de las mesas de plástico. Los medios de comunicación –Univisión, Telemundo y otras estaciones locales- posicionan sus cámaras en las esquinas del salón y minutos después entra Araceli acompañada de Isabel García, defensora de los derechos de los migrantes, quien ha seguido este caso muy de cerca. A pesar de su corta estatura y su físico menudo, García da la impresión de ser una veterana de este tipo de batallas. Su rostro me remite al de Violeta. Ambas tienen la misma expresión agradable que esconde la misma mirada exhausta.

La hija de Araceli –una niña de menos de diez años- observa a su madre desde la primera fila. Empieza la conferencia. Habla García y después habla Araceli. En inglés explica que regresarla a México no equivale a volver a casa:

“Es un país que no conozco. Un país que es peligroso, y donde no quiero que crezca mi hija.”

En su discurso hay ecos de mi charla con Elena.

“Nunca le pedí a mi familia que me trajera a Arizona. Pero ahora este es mi país.”

Dos chicos gringos, con el pelo decolorado, sostienen una manta con la misma leyenda que portan en sus camisetas. Una compañera suya, con lentes de pasta gruesa y dos trenzas rubias despuntando desde arriba de su cráneo, saca una cámara y le toma fotos a Araceli. Los chicanos –amigos y familia de Araceli- permanecen hasta atrás del salón, sin emitir ni un solo ruido.

A Araceli la detuvieron mientras trabajaba. La nueva ley permite deportar a cualquier persona que no cuente con los papeles adecuados, sin importar que su hija haya nacido en Estados Unidos y sin importar cuánto tiempo lleve viviendo al norte de la frontera. Araceli lleva más de veinte años en Tucson, y es evidente que, tanto para ella como para su hija, this is home. Mientras García la defiende, Araceli intercambia miradas con su hija. La niña le manda un beso. Y ella le sonríe de vuelta, con los ojos llenos de lágrimas.

Al finalizar la conferencia, los medios de comunicación se acercan a Araceli, prenden sus grabadoras, extienden sus micrófonos y empiezan a entrevistarla. Yo logro escabullir mi grabadora entre el mar de cámaras y soltar un par de preguntas.

“¿Has pensado qué harías si regresaras a México?” Pregunto.

“No. No he pensado en nada”, me responde, sonriente pero tajante.

“¿Te has mantenido positiva?, ¿cómo?”, pregunta una reportera de un canal con quince consonantes en su nombre (algo como KWS-RFMXTCS).

“Pienso que aquí tengo un espacio, que soy de aquí y que creo en este país. Voy a ganar.”

Termina la entrevista y me acerco a García para pedirle su correo. No menciono el largometraje, así que me veo obligado a mentirle cuando me pregunta el medio para el que trabajo. “Letras Libres”, le respondo, y ella arquea las cejas, abriendo sus expresivos ojos negros, hurgando en su memoria por el nombre de la publicación. “Pues qué bueno que viniste,” me dice.

Antes de irme le pido su correo y lo apunta en mi libreta. Dos semanas después, ya en México, le enviaré un email, preguntándole por el veredicto en el caso de Araceli.

Nunca me contestó.

*-*

Los migrantes de Arizona no pueden sacar licencias de conducir si no tienen papeles.

Esta información, aparentemente inocua, agrava casos como el de Elena. En una ciudad tan plana y extensa, donde el transporte público está limitado a camiones y carísimos taxis, no tener tu propio automóvil restringe severamente las posibilidades de empleo.

Este no es el único problema práctico al que se enfrentan los indocumentados. Antes, los hombres esperaban afuera del Home Depot a ser contratados para trabajos informales de jardinería y albañilería. Hoy en día eso también está prohibido.

Caminar por la calle acarrea peligros constantes. Cualquier policía, forme parte o no de la patrulla fronteriza, puede detener a alguien de rasgos hispanos para pedirle sus papeles. A Elena le ocurrió y solo se salvó porque el policía que le pidió sus documentos se apiadó de ella y la dejó ir. Araceli no tuvo tanta suerte.

En menos de un mes se decidirá si se queda en Tucson o si regresa a México: la madre desconocida.

Según una encuesta de Rasmussen Reports 60% de los norteamericanos están a favor de la SB1070.

*-*

Mi última entrevista es con Elías Bermudez, nacido en México, antes anfitrión de un programa de radio, defensor de los migrantes y uno de los pocos hispanos que se ha enfrentado al inclemente Joe Arpaio,  Sheriff del condado de Maricopa. Bermudez ha sido invitado, por vía telefónica, al programa que mi hermano León conduce en WFM, y es a través de él que lo contacto.

De voz recia y cuerpo de capataz, Bermúdez aparece en el lobby de mi hotel a las ocho de la noche, vestido con una camisa color salmón. De su oído izquierdo pende un bluetooth, que no se quitará en ningún momento de la plática. Por las casi tres horas que dura su visita, no veré sus ojos ni un instante.

Nos sentamos en el bar del Holiday Inn, charlando por encima de los gritos de dos comentaristas que narran un partido de hockey . Bermudez pide una limonada tras otra. Desde que llegó, no ha dejado de hablar. Sin pedirle que repita lo que ya me ha dicho, enciendo mi grabadora y comienzo a grabar a la mitad de una oración.

Bermudez habla de la otra cara de la moneda. Dice que los medios hacen demasiado énfasis en el trato que los norteamericanos le dan a los indocumentados y que no examinan la responsabilidad que el gobierno mexicano tiene con los centroamericanos que pasan por México ni con los propios mexicanos que, sin saber los riesgos que conlleva el cruce, deciden enfrentar el desierto para llegar a Estados Unidos. Al igual que Domínguez, Bermudez esboza el negocio que los indocumentados representan para las autoridades: la renta de aviones para deportación, las transferencias de dólares a México, los desempleados que no se quedan en suelo nacional. Eso por no hablar de los negocios tras bambalinas. Como queda claro en el libro de Luis Alberto Urrea “The Devil´s Highway”, el narcotráfico está coludido con los coyotes, quienes muchas veces les pasan una “corta” al narco de los miles de dólares que reciben de los indocumentados. “Antes te cruzaba tu primo. Antes te cruzaba un coyote por una lanita. Hoy en día la cuota está en cuatro mil dólares. Y esa lana va para el narco y para la policía mexicana, que permiten que se cruce la frontera”.

“Cada mujer que pasa por México y que cruza la frontera es violada en repetidas ocasiones,” me asegura Bermudez.

“¿Por el coyote?” Le pregunto.

“Por el coyote, el policía, el que maneja el camión y por los otros que van ahí en su grupo.”

Aquí, Bermudez se acomoda en su silla y me relata una de las muchas historias escalofriantes que escucharé a lo largo de la charla. Una mujer salvadoreña llegó a Tucson tras pasar por el desierto, para reencontrarse con su marido. Durante días se negó a salir de su recámara o a hablar con su familia. Bermudez, quien la había conocido durante su primer proceso de deportación de Arizona a El Salvador, fue a hablar con ella para entender qué le había ocurrido. En el paso por la frontera la violaron decenas de veces.

“El que paga el coyote tiene las manos manchadas de sangre.”

La frontera como negocio. Desde el 2001 han aumentado los casos de coyotes que secuestran a sus clientes y, ya en Estados Unidos, piden un jugoso rescate y así duplican sus ganancias iniciales. Si el rescate no se paga, los cuerpos jamás se recuperan. El desierto engulle lo que ahí se extravía.

“Es el mensaje que siempre doy en el programa de tu hermano, Daniel. No se crucen la frontera. No vengan para acá por el amor de Dios.”

“¿Y los has hecho entrar en razón?” Pregunto.

“Es difícil. A mí me han dicho muchas veces: “mejor morirnos en el desierto que morirnos en México”. Pero no saben lo que les espera. Solamente en Tucson hay una morgue con más de dos mil cuerpos sin identificar.”

Vuelvo a pensar en el libro de Urrea; en esas cinco desgarradoras cuartillas en las que explica lo que le ocurre a un cuerpo sometido al calor infernal del desierto, a la deshidratación que comienza, de manera ineluctable, en el momento en el que pisas la arena: el dolor, la desorientación, el ardor imposible de soportar; historias de hombres desnudándose de manera compulsiva, perdiendo la razón, bebiendo su propio orín. Bermudez contesta una llamada de su hijo a través de su bluetooth (le habla en inglés y español), y después me cuenta una segunda historia sórdida de la noche:

“Había una madre que venía amamantando en el desierto. Duró ella casi cinco días  sin tomar agua y pues se le secó la leche y se le deshidrata la niña de año y medio, entonces la agarró, la acomodó debajo de un  arbolito por ahí y la cubrió con muchas  piedras porque los demás le dijeron “si la dejas así van a venir los animales a hacerla pedazos”. Entonces la cubrió con muchas piedras y sale y ella busca a la migra. Se separa del grupo para ir a buscar a la migra y cuando los encuentra les dice “Vénganse, vamos a recoger el cuerpecito de mi niña que se murió” y sí, la migra se va, agarran al niño y se lo traen. Cuando llega acá, ¿sabes qué pasó?”

Niego con la cabeza y Bermudez toma aire y continúa:

“Que un desgraciado fiscal de aquí de Tucson le hizo cargos de homicidio negligente a la mamá por la muerte de la niña. ¿Qué piensa, qué pasa por el pensamiento de esta persona al arriesgarse a venirse por el desierto con una niña de año y medio?”

No tengo ninguna respuesta a su pregunta. Lo único que sé es que no soy capaz de entender, ni siquiera avizorar, el impulso. ¿Cómo tienen que haber sido las cosas para esa señora en México?, ¿qué tan mal estaba su situación para que haya decidido cruzar un desierto con una recién nacida?

Más adelante, Bermudez me asegura que la situación podría estar mucho peor. La recesión ha bajado la demanda laboral y, por consecuente, los mexicanos han dejado de cruzar el desierto. “Pero deja que suba la demanda y verás cómo se pone la cosa”, me dice, justo antes de citar a Alan Greenspan, quien alguna vez aseguró que la fortaleza económica del gobierno de Clinton estaba fincada sobre el trabajo migrante.

Le pregunto por soluciones concretas.

“Hay que venir cuando nosotros los necesitemos, no cuando ellos nos necesiten a nosotros. Ver si podemos sacar una visa de trabajo con  un  período de dos años o de tres años, que tú puedas venir cuando quieras, cuando te llame el patrón; el patrón te llama y en dos días estás aquí por el crucero o por el avión.”

Bermudez se acerca a mí y hace a un lado su tercer vaso de limonada. Parece un general, hablando de una operación militar.

“El problema que tenemos los latinos que no hemos aprendido a jugar el juego político, porque los números ya los tenemos. Hay ocho millones de mexicanos que no  han querido hacerse ciudadanos americanos porque no quieren levantar la mano y jurarle lealtad  a las estrellas y balas. Orgullo patriótico, orgullo pendejo.”

Otra llamada. Bermudez contesta, con su inglés chicano, y después cuelga, sin perder el hilo de la conversación:

“Todo  mundo estaba conforme con que estuviéramos en la sombra, pero namás nos empezaron a ver en  las calles y empezaron a ver las caras y  luego que muchos de nosotros no solamente no nos conformamos con salir, sino que salíamos con una bandera mexicana, y les dio miedo. Aún así, la guerra mediática la están ganando los Glenn Becks y los Tancredo. Cada vez hay menos personas en las marchas.”

Bermudez está seguro de que si los latinos se unieran en una sola voz, no habría poder que los detuviera. Más allá de decidir elecciones, la comunidad hispana podría influir de manera directa en la agenda política, así como revertir medidas humillantes como la SB1070.

“¿Por qué no ha pasado eso?” L pregunto a Bermudez, afuera del hotel, frente a su modesto automóvil (antes de que comenzaran a perseguirlo en Arizona, me dice, tenía un BMW del año).

“Lo que más necesita el movimiento hispano es liderazgo. Un líder de verdad. Pero, sobre todo, un líder que esté dispuesto a dar su vida.”

*-*

Esa noche salgo a fumarme un cigarro afuera del Holiday Inn. Una chica estadunidense, de cabello chino y enredado, por lo menos cinco años más joven que yo, me pide un encendedor. Me acerco a ella y veo que tiene los ojos casi cómicamente desorbitados. Apenas si puede hilar una oración. La ayudo a prender su cigarrillo y caigo en la cuenta de que tiene uno, encendido, en la otra mano. En el suelo, alrededor de sus tenis, veo más de diez colillas de Marlboro lights, todos fumados a la mitad.

“Adderall,” me dice, casi como un estornudo.

“What?”

“Too much Adderall.”

Me alejo de ella, mientras la observo de reojo. Fuma con su mano izquierda y luego con la derecha, de forma frenética, hasta que se harta de uno de los cigarros y lo arroja al piso. Un pequeño cuaderno de notas está abierto a su lado, con una pluma rosa, de Hello Kitty, sobre las hojas en blanco.

“Could you…? Please?” Me pregunta, y un estambre de baba se escurre por su barbilla.

“What?”

La chica saca otro cigarro y señala la punta. Quiere mi encendedor de nuevo.

Obedezco.

Antes de volver a entrar al hotel, la chica repite, con su vista clavada en sus tenis raídos:

“Adderall. Adderall.”

-.-

Es mi último día en Tucson. Visito el Streamline Procedure, en el Special proceedings courtroom de Tucson, entre las avenidas de Congress y Granada, un edificio que parece haber sido construido con una sola pieza de mármol solemne, donde cada pisada reverbera, produciendo un eco ronco que se pierde entre las escaleras y los amplísimos pasillos de la corte. Para entrar me vi obligado a mostrar mi pasaporte y dejar mi grabadora, pero independientemente de eso acudir al Streamline Procedure es más fácil que visitar un Burger King. Ccinco minutos después estoy con lápiz y libreta en mano, afuera de las puertas de madera de la corte, rodeado de trece gringos que no paran de hablar de películas, raquetball y lesiones en la ingle. Caigo en la cuenta de que uno –o varios- de estos gringos, todos con corbatas espantosas, son abogados de indocumentados.

Diez minutos después entro a la corte y me siento brevemente: el juez del United States District Court entra y todos nos ponemos de pie para recibirlo. Se abre otra puerta y aparecen más de sesenta indocumentados –mexicanos y guatemaltecos- con cadenas en las manos y los pies que, al moverse, emiten un curioso y constante cascabeleo. Entran cabizbajos, sin dirigirse la palabra, con audífonos en los oídos para entender lo que les dirán en inglés. Ninguno trae cinturón y, por lo tanto, muchos de ellos tienen los pantalones a punto de caerse. No pueden hacer nada al respecto. Para cuando toman asiento, una decena de indocumentados trae los pantalones en las rodillas, dejando al descubierto sus gastados calzoncillos.

El juez llama uno por uno a todos los presentes. Carlos Bolaño. Paulino Hernández. Óscar Ramírez. Efraín Sánchez. Prudencio Velázquez. Oswaldo Castillo…

Ahora que están sentados, el cascabeleo de sus cadenas se ha vuelto intermitente, como el ruido que emiten los grillos en un pastizal. El juez termina de pasar lista y los indocumentados recargan la cabeza sobre el respaldo de su asiento y bostezan, agotados. Frente a mí, una norteamericana se acerca a un colega suyo para mostrarle fotos de sus perros de concurso en su Ipad y luego voltea a ver a los migrantes, quienes no le regresan la mirada.

“See?” Pregunta la norteamericana a su colega. “This is the hardest part for a gringo.” Y para finalizar su comentario, suelta una escueta risilla.

El grupo de guatemaltecos no tiene representación en Tucson, así que el consulado mexicano se encarga de ellos. De los seis que conforman el grupo, dos no hablan español. El abogado habla con el juez. Están buscando antecedentes penales para ver si los deportan o los meten a la cárcel.

El juez despacha a los guatemaltecos en cinco minutos y después se dirige a un grupo de mujeres indocumentadas. A una la sentencian a treinta días de prisión. A otra a 65. Apela la sentencia, en busca de cinco días menos. El juez decreta:

Guilty. Guilty. Guilty. Guilty. Guilty. Los que reinciden se van a la cárcel. Los que cruzaron la frontera por primera vez se regresan inmediatamente. Entraron el lunes. Hoy es jueves. El sueño americano les duró cuatro días.

La representante del consulado, a la que conocí brevemente en la lectura de la universidad, me reconoce y me regala una tierna sonrisa. Detrás de ella, un migrante vestido con una vieja playera del América me observa indolente. No hay encono en su mirada. Sólo cansancio. El más profundo cansancio.

El Streamline Procedure dura treinta minutos más. Sesenta indocumentados despachados en media hora. En todo el proceso, lo único que dijeron fue “sí” cuando les preguntaron si entendían que tienen derecho a un abogado y a un juicio. Después se declararon culpables y salieron por la puerta chica. La corte se vació en cuestión de segundos. Adiós migrantes, adiós abogados adiós señora con perros de concurso y adiós representante consular.

En una plazoleta a doscientos metros de la corte encuentro una estatua de Francisco Villa. El mexicano que invadió a Estados Unidos.

*-*

Al día siguiente, Luis y Ricardo comieron conmigo en el campus de la universidad y esperaron a que pasara por mí el camioncito que me llevaría de vuelta a Phoenix. Luis me dio un abrazo; prometimos estar en contacto. Y Ricardo me regaló su tesis: un estudio concienzudo de otros Dreamers como Elena. Antes de despedirse me vio a los ojos y me pidió que hiciera algo valioso con mi viaje. .

Una hora después abordé el camión y regresé a Phoenix, a encerrarme en otro Holiday Inn.

Regresé a México a leer más libros de migrantes. Historias del latino en Estados Unidos, las memorias de Richard Rodríguez, artículos en el internet y otros documentos que poco a poco me fue enviando Luis desde Tucson. Como piezas de un gigantesco rompecabezas, vertí toda la información recabada dentro de mi computadora, en espera de que germinara una historia digna del drama que se vive en la frontera. Se me ocurrieron historias grandes y pequeñas; tragedias íntimas y caleidoscópicos culebrones que, como Traffic, intentan explicar un problema con brocha gorda. Ninguna me satisfizo.

El productor me habló un par de veces. Rebotamos algunas ideas. Me pagó. Y el proyecto jamás vio luz verde. Quizás así fue mejor. Es difícil que una cinta de dos horas logre lo que un viaje de casi dos semanas por Arizona apenas pudo explicar. Este reportaje es un primer intento, no de esbozar sino de cumplir la promesa que le hice a Ricardo. Después de todo, quizás no haya mejor solución para un problema de la magnitud de este que pasar la voz y abrir los brazos.

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Recibí la llamada del productor hace un año y medio. Había leído el guión con el que me gradué de la maestría y, tras seis meses de no oír de él, me mandó llamar y, sin rodeos, me ofreció el proyecto. Un guión que intentara abordar la problemática de la migración desde ambos lados de la frontera, que –en 120 minutos- se pusiera en los zapatos de los gringos y los indocumentados, de los minute men y los coyotes, de los Arpaios y las Brewers. Hay que apelar, me dijo, al corazón y a la consciencia del norteamericano, explicarles por qué necesitan al migrante, por qué necesitan nuestra mano de obra barata; esbozar la valía de nuestro ingrediente dentro de su famoso melting pot.

El encargo representaba mi primer trabajo y sueldo como guionista. Quizás pensando que para entender el tema de los migrantes bastaba con leer un par de libros, estreché su mano, acepté la oferta y salí de su oficina brincando de alegría. Un mes más tarde, tras ponerme en contacto con unas cuantos residentes de Tucson, Arizona, compré boleto rumbo a Phoenix, con el afán de adentrarme a ese mundo desconocido.

Esta no es la historia de ese proyecto sino de mi viaje por Arizona, hace dos años, apenas después de que se aprobara la SB 1070. Es la historia de alguien que cree poder conocer lo inabarcable en quince días; alguien que empieza a entender que realmente no entiende nada.

*-*

Como muchas otras ciudades de Estados Unidos, todo Phoenix parece haber sido construido ayer. Iglesias luteranas, iglesias metodistas e iglesias de la cientología, todas ensambladas con piedras tan limpias que parecen de plástico. Centros comerciales con hooters inmensos y prácticamente yermos, restaurantes chicanos que ofrecen nachos y fajitas en sus menús, heladerías pobladas por dependientes somnolientos y cines cuyos pasillos alfombrados están vacíos en las mañanas, las tardes y las noches. El centro de Phoenix, donde queda mi hotel, está infectado de esa grisura intercambiable que tienen las ciudades sin historia. Edificios sin ventanas, enormes centros de convenciones, taxis que transitan por avenidas de amplísimo cauce y uno que otro adolescente chicano en patineta: los ronquidos de una urbe dormida.

Llego al hotel a las doce del día y milagrosamente consigo un cuarto. La conserje –una chica de voz aguda, sonrisa fácil y con el rostro bonito, pero inconsecuente, de tantas norteamericanas- me informa que hay una convención de una empresa farmacéutica y que el hotel está casi lleno. Detrás de mí, grupos de señores y señoras rubios y obesos, con gafetes colgando del pecho, salen del restaurante del hotel con margaritas en vasos desechables. Le pregunto a la conserje dónde puedo rentar un coche y, con el rostro compungido como si estuviera a punto de darme una noticia trágica, me avisa que hace un par de noches hubo una tormenta de granizo, sin precedentes en la historia de Phoenix, y que la mayoría de los automóviles de las agencias quedaron desechos. Una novela de García Márquez en el desierto.

Le pregunto por otras opciones y me da el número de un servicio de camiones entre Phoenix y Tucson que salen del aeropuerto en dirección al campus de la Universidad de Arizona. Cinco minutos después, sobre las sábanas de poliéster de mi colchón inflexible, aparto el último lugar en el primer shuttle de mañana rumbo a Tucson. Afuera escucho una canción que reconozco. Es Luis Miguel, cantando “No sé tú” desde las bocinas mal ecualizadas de un restaurante tex mex.

El resto de la tarde la paso en el mall. Veo una película en un cine vacío, me como una carne en un restaurante vacío, camino por calles baldías en las que cada cuadra mide un kilómetro, lleno una canasta con chocolates y dulces y jugos en un Wallgreens, y después me encierro en mi recámara. Dos capítulos de The Office, una comedia de Jennifer Aniston, quince minutos de una porno, y caigo dormido.

Abordo el shuttle a las diez de la mañana del día siguiente. En la sala de desembarque del aeropuerto, contigua a la parada del autobús, veo latinos esperando a familiares con banderas de rayas y estrellas y pancartas que dicen “Proud to have a marine daughter”. Sus hijos, sobrinos y primos recogen sus maletas, caminan hacia ellos y después sonríen mientras su familia les toma fotos, ellos vestidos con uniformes del ejército que son azules como el color de la alfombra del aeropuerto.

Me acomodo en el último asiento del shuttle junto a un viejo de piel rosácea y antebrazos salpicados de largos y curvos vellos canosos. Los observo por el rabillo del ojo mientras el hombre prende el aire acondicionado y el viento artificial mece el césped ralo sobre su piel, manchada por el sol, llena de pecas y surcos cafés de insuficiencia hepática. Me coloco los audífonos, desabrocho un botón de mi camisa de manga corta, fijo la vista en el valle de Phoenix y el autobús arranca rumbo a Tucson. El camino dura poco menos de tres horas. Procuro no quedarme dormido y así anotar detalles sobre la geografía de Arizona. Aún no he visto nada y, por lo tanto, pienso que cada cosa que veo formará parte de la historia que necesito inventar: esos trenes herrumbrosos tomando el sol sobre los rieles, la vegetación agolpada alrededor de un escueto riachuelo que corre paralelo a la carretera, los holiday inns descollando entre los edificios rasos de puebluchos marrón; un par de outlets, un J.C. Penney, un Applebee´s, una gasolinería. Intento sustraer información de lo que veo, pero nada parece más inhóspito que los paisajes que acompañan otras, aburridas carreteras. No hay señal de un clima brutal, de un desierto inclemente; no hay patrullas fronterizas, ni camiones hacinados de hombres y mujeres que acaban de brincar de México a Estados Unidos. Como primer encuentro con el mundo del migrante, mi primer día afuera del anodino centro de Phoenix me decepciona. Llego a Tucson, a un pintoresco hotel a quince minutos de la Universidad, y comienzo a pensar que mi viaje es una estupidez y que probablemente no halle nada valioso para mi historia. El escritor de escritorio comienza a regañar al escritor viajero. Hubieras cocinado algo frente a tu computadora, cabrón. ¿Qué chingados haces en Tucson? Me pregunto, mientras salgo del hotel en busca de un restaurante, como si esta ciudad de Arizona fuera Chicago o Nueva York. Me tardo –por supuesto- media hora en encontrar un mini-súper en el que compro Reeses Pieces, leches de fresa y jugos de naranja. En el trayecto paso por la peluquería “La Hermosa” mientras me arrulla la marea de los autos que deambulan intermitentemente por las avenidas, cuyo barullo solo contrapuntean los estéreos de algunos coches que escuchan hip hop a decibeles criminales.

Regreso al hotel y me obligo a leer alguno de los libros que pedí por Amazon sobre el tema. Me siento como un fotógrafo de National Geographic, enviado a la jungla para encontrar rastros de una especie en peligro de extinción, y que, tras penetrar en la selva, solo encuentra un miserable indicio del animal que busca. En mi caso, ese indicio es una peluquería, sin clientes, con un letrero adornado con luces neón, titilando en medio de la oscuridad de Tucson.

*-*

A la mañana siguiente me despiertan dos malas noticias. La primera es una llamada de mi contacto en Tucson, un estudiante de doctorado que se llama Luis. Me avisa que estará ocupado la mayor parte del día pero puede pasar por mí, a las ocho, para cenar en el centro de Tucson. La segunda es que se me ocurre preguntar la tarifa de la noche que acabo de pasar dentro del pintoresco hotel, donde, como dice cada brochure y cada menú de alimentos, alguna vez se hospedó Cary Grant. Son trescientos dólares por noche, millas arriba de mi presupuesto diario, y no tengo de otra más que pagarlos y caminar, con mi maleta pesada de libros, hacia un hotel más modesto.

Encuentro -¿qué más?- un discreto Holiday Inn a las afueras del campus, en una esquina entre dos monstruosas avenidas, al lado de un restaurante vietnamita en el que a duras penas caben cinco comensales. Subo a mi recámara, dejo mi maleta y salgo a gastar el tiempo hasta que den las ocho de la noche y Luis pase por mí. No estoy acostumbrado a este tipo de ciudades de edificios romos, en las que casi se puede ver la curvatura de la tierra, donde solo algunas montañas asimétricas interrumpen los atardeceres. Todo parece hecho para que uno se sienta diminuto, para que las horas duren diez veces más de lo normal: las avenidas que no pueden cruzarse sin apretar un botón para pedir el paso, lo pequeño que te sientes al siempre ver donde acaba el horizonte, donde empieza el cielo. Todas las calles son eternas, las cuadras inmensas, los peatones escasean y apenas si oigo conversaciones ajenas. A la partitura de Arizona le faltan instrumentos.

Regreso al hotel a comer Reese´s Pieces, ver la tele y leer sobre migrantes. En CNN hablan de perros callejeros con rabia, de un par de personas que perdieron la vida en una montaña rusa y de otro asesino en el campus de una universidad norteamericana.

Luis y su esposa Seidy pasan por mí a las ocho en punto y de ahí arrancamos rumbo al centro de Tucson, para cenar. Les platico un poco de mi visita, sin mencionar que mi investigación es para un proyecto cinematográfico. Por algún motivo absurdo –quizás porque nunca antes he trabajado con un productor- pienso que cualquier detalle sobre una película en proceso de gestación debe ser resguardado como si formara parte de un archivo secreto del FBI. Les digo que escribiré un reportaje para Letras Libres.

A través de la ventana, sobre las banquetas de Tucson, veo hostales que presumen acceso a HBO.

La conversación fluye durante la cena. Estamos en un restaurante de carne, atendidos por una mesera en minifalda, yo con una corona a medio beber entre las manos, Luis y Seidy revolviendo el azúcar de su té helado con ayuda de un popote rojo. Por fin recibo buenas noticias. Luis tiene que trabajar mañana hasta tarde, pero promete llevarme en dos días al desierto y la frontera. Por lo pronto, me avisa, un profesor suyo me consiguió una entrevista con una chica que trabaja defendiendo los derechos de los indocumentados. Es mañana, en la noche, a unas cuadras de mi hotel.

Salimos con los estómagos llenos a caminar por el centro de Tucson, donde se lleva a cabo una suerte de carnaval. Las calles están atestadas de peatones. Hippies tocan la guitarra sobre camionetas cubiertas de figurines de metal, pegados a la carrocería de su automóvil, mientras viejos con chalecos de mezclilla venden pulseras de cuero, pines con la bandera de Estados Unidos y collares con trozos de plástico que imitan el color de piedras preciosas. Frente a nosotros hay un cine de arte. Del otro lado de la calle, la pared de un edificio está decorada con grafiti. Jóvenes rubios, orientales y negros entran y salen de bares. Familias de latinos caminan por la acera  tomadas de las manos. De noche, este melting pot no da la impresión de tener grieta alguna.

*-*

Llego a la entrevista a las ocho en punto, después de pasar una mañana y una tarde entera en la biblioteca de la universidad de Arizona, rentando libros con ayuda de la credencial de Luis y fotocopiando artículos. Más que información, estoy en busca de un punto de vista. No sé qué opino de los migrantes. Siento que no condeno el maltrato como un mexicano debería de condenarlo. Años antes, viviendo en Nueva York, jamás pude dar una opinión concreta cuando el tema salía en una cena entre amigos o en un café. As a Mexican, what do you think about illegal immigrants?

Me encogía de hombros, suficientemente humilde (o ignorante) como para no emitir un juicio sobre un tema que, intuía, era demasiado complejo como para abordarse sin estar debidamente preparado.

Ni siquiera pude dar una opinión en aquellas charlas con el productor cuando me pidió que concordara con él o lo contradijera.

“Sin nosotros,” me dijo, “Estados Unidos se acabaría, cabrón. Sin nuestra mano de obra, cada pinche hamburguesa de McDonald´s costaría el triple y cada chícharo que compran en el súper costaría lo mismo que un aguacate.”

Empujado por la vehemencia de su tono y por la aparente solidez de sus argumentos, asentí. Pero no tenía la menor idea de lo que hablaba. Es más, si alguien me hubiera forzado a ser sincero, quizás me habría puesto del lado de los gringos. Después de todo, a nadie le gusta que otra cultura entre su país, a inflar el welfare . Me apena decirlo, pero veía a los migrantes como invasores.

Las lecturas no me ayudaron a esclarecer mi opinión. Sin saberlo, saqué cinco libros que airadamente defendían a los indocumentados y otros cinco que, con igual pasión, los denostaban. En uno aparecían cifras que echaban por la borda el argumento del alto índice de criminalidad en la población hispana; en el siguiente leí gráficas e ilustraciones que afirmaban todo lo contrario. En uno aseguraban que los indocumentados son cruciales para la economía norteamericana y en otro pretendían comprobar que, en realidad, los mexicanos solo servíamos para hurtar puestos que los norteamericanos –y, en particular, los afroamericanos- gustosamente tomarían. Y así, más confundido que informado, entro por el portón de metal, con grabadora en mano, para entrevistar a Violeta Domínguez, dentro de una sala de juntas vacía, acompañados por una cafetera y una vieja impresora.

Me cercioro de que mi grabadora esté funcionando mientras Violeta se recarga en su silla, con ambas manos reposando sobre su prominente barriga. Está embarazada, pero el cansancio que percibo en ella no parece provenir del embarazo sino de un rincón más profundo, acaso oculto para mí. Pienso que quizás habría sido mejor entrevistarla en la mañana y no después de una larga jornada de trabajo. Aunque durante toda la entrevista se muestra abierta a responder mis preguntas de manera cordial, en ningún momento la siento recorrer temas nuevos, como si lo que me confía fuera parte de un discurso que ha tenido que decir cada mañana durante años. Es ella la primera en hablarme del Streamline Procedure que ocurre prácticamente todos los días en la corte de Tucson, donde un proceso legal de menos de una hora concluye con la deportación de decenas de indocumentados: una nueva política del estado de Arizona en el que, detrás de una ilegalidad apenas velada, los migrantes “firman una salida voluntaria y van de regreso a la frontera, casi en fila india. Y una vez que eso pasa, el indocumentado que ha pasado por este proceso no puede volver a Estados Unidos, ni hacerse residente, ni arreglar ninguna situación migratoria”. Violeta afirma que el “show” del Streamline, en el que un juicio de deportación que debería tardar días o semanas se comprime en una salida express (el MacDonalds de la deportación), obedece a otra arista, pocas veces analizada, del problema migratorio: los negocios que se erigen alrededor de los indocumentados. Los abogados que ganan dinero por representar con displicencia a setenta “clientes” que no hablan su idioma, los camiones encargados de la propia deportación y la seguridad fronteriza, en cuya tecnología se invierte muchísimo dinero, y que corre a cargo de “las mismas compañías de guerra que tuvieron las manos metidas en Iraq y Afganistán”. Tecnología que, como me explica Violeta mientras se sirve otro café, es carísima y que, por supuesto, no funciona para detener el flujo de los ilegales.

“No les digas ilegales,” me pide Violeta. “Son indocumentados. No existen seres humanos ilegales.”

A lo largo de la entrevista Violeta funge como mi propio Immigrants for Dummies, esbozando, con peras y manzanas, muchos de los conceptos que leí en libros –y que le escuché al productor- sin poder entenderlos plenamente. Me habla de cómo el TLC favoreció a los mercados norteamericanos: el maíz nacional perdió fuerza al no poder competir con el subsidiado, y por lo tanto barato, maíz estadunidense, dejando sin empleo a cientos de miles de trabajadores agrícolas mexicanos. Por primera vez entiendo que el costo de la mano de obra –lo que se le paga al trabajador que pizca la papa y la sandía- entra en el precio del producto final, y que el trabajador mexicano, al cobrar cantidades ínfimas, mantiene abajo los costos de la gran mayoría de los productos que se venden y se compran en Estados Unidos. Dicho de otra manera, una orden de papas en Burger King costaría más si al que cosechó la papa en Missouri o Louisiana se le pagara el sueldo que legalmente merece. El mismo principio explica la fuerza del mercado chino, país que paga sueldos magros a cambio de producciones en masa. Los productos norteamericanos mantienen su competitividad gracias a que sus precios no se disparan, y si no se disparan es precisamente porque saben hacer uso de mano de obra barata. Días después corroboraré esta información en el magnífico libro Not fit for our society, de Peter Schrag, que habla abiertamente de cómo, en la historia de nuestro vecino del norte, los estadunidenses han requerido del trabajo de migrantes para hacer lo que sus propios connacionales se niegan a llevar a cabo. El ejemplo más evidente está en el gold rush de California, cuando decenas de miles de indocumentados chinos trabajaron las minas y después fueron deportados o vilipendiados al intentar integrarse a la sociedad que los utilizó durante años. Tal y como lo explica Violeta –y como aparece en el libro de Schrag- queda claro que el uso de migrantes es parte del modus operandi de Estados Unidos.

Violeta se despide de mí una hora y media después de haberme abierto la puerta. La acompaño a su coche, un modesto sedán, y le agradezco la entrevista. A diferencia de Luis y su esposa, Violeta no me pregunta qué haré con la información que me acaba de otorgar. Me queda claro que no le interesa ver su nombre en papel, ni en los agradecimientos de ningún largometraje.

“Mucha suerte,” le digo, y mis ojos se posan sobre el bulto en su vientre.

*-*

Luis me pide que lo espere dentro del campus de la Universidad de Arizona para empezar nuestro recorrido por el desierto. El taxista, un negro de nombre Terrell que bien podría ser hermano mayor de Fifty Cent, me pregunta mi nombre y, al escucharlo, me recuenta la historia de Daniel en el foso de los leones. A pesar de que la conozco desde la infancia, dejo que Terrell hable. Ni siquiera lo interrumpo cuando su narración le abre paso a un alud de preguntas sobre mi inclinación religiosa. ¿Crees en Dios?, ¿crees en his son, Almighty Jesus?, ¿eres protestante, cristiano, católico? Cometo el error de decirle que soy una especie de judío agnóstico no practicante y lo que logro es que el taxista se enardezca, que su diálogo brinque de segunda a quinta velocidad, enumerándome las virtudes de la vida religiosa y los peligros de llevar una vida secular.

Cuento los minutos para llegar al campus, mientras Terrell sigue hablando. Su voz sonora retumba en el escueto espacio de su taxi. Finalmente llegamos, tomo un billete de diez dólares y lo deposito sobre la palma de su mano. “God bless you”, me dice, pero más que bendición me suena a insulto.

“God bless you, too,” le digo. “And thanks for the chat.”

Abro la puerta. Camino apresurado rumbo al campus.

“This wasn´t a chat!” Me grita, desde el asiento del piloto, y lo veo echarse en reversa, con la intención de seguirme a través del estacionamiento. ¿Quiere que le jure que llegando a México iré a bautizarme?, ¿quiere dinero para su iglesia? No sé. Y decido no averiguarlo. Troto y entro al restaurante más cercano: un desayunador cuyo menú consiste en cuarenta cereales, diez tipos de leche y cinco tipos de fruta. El taxista le da un par de vueltas al estacionamiento, quizás pensando que estoy escondido detrás de un arbusto y que pronto saldré para escucharlo hablar un poco más sobre la manera en la que Dios ama a todas sus criaturas menos a los judíos agnósticos no practicantes. Finalmente desaparece.

Luis marca mi celular veinte minutos después y me recoge en su camioneta familiar justo donde Terrell me dejó. El clima helado y artificial dentro del automóvil contrasta con el calor seco del campus de la universidad. Pienso en pedirle a Luis que apague el aire acondicionado, pero prefiero guardar mis exigencias para otro momento. Después de todo, ni él ni su esposa tienen la obligación de pasearme por Arizona, y, a pesar de que no conozco el desierto, imagino que visitar Sasabe, Arivaca y Nogales no es como ir a Disneylandia.

Nuestra primera parada es el Sahuaro National Park, un estrecho desértico que es el hábitat natural de los Sahuaros: gigantescos cactos, de anchos troncos y figuras extrañamente antropomórficas. Muchos de ellos parecen hombres con las manos arriba, justo antes de ser arrestados, y sus colosales figuras son lo único que sobresale entre la vegetación rastrera que circunda Tucson. El resto de la flora está compuesto por plantas marchitas, arbustos amarillentos y chollas: una especie de cacto malévolo cuyo único propósito en la vida parece ser el cubrir su redondo cuerpecillo con espinas que, como me explica Luis, imitan la forma de una flecha.

Una vez que perforan la piel son casi imposibles de extirpar. El desierto está lleno de ellas. El desierto es una fortaleza viviente.

Manejamos rumbo a Sasabe, un puesto fronterizo, para que conozca el muro que separa a México de Estados Unidos. El camino nos toma poco más de dos horas, en gran medida porque repetidamente pido a mis anfitriones que se detengan para tomar fotos. En las curvas antes de llegar a Sasabe vemos una decena de tarántulas cruzar el desierto; toda la carretera está cercada por hilos metálicos; a veces pasan diez minutos antes de que nos rebase otro automóvil; lo único que decora el acotamiento son señalizaciones anunciando diversos checkpoints de las patrullas fronterizas.

Border Patrol. Checkpoint. 50 miles.

Quizás porque mi único referente del desierto proviene de los westerns de Clint Eastwood, imaginaba a Sasabe como un dinámico pueblo vaquero, el punto de encuentro predilecto entre comerciantes gringos e indocumentados, un lugar de cantinas, diners y canchas de futbol americano. La realidad es otra. Frente a Sasabe, Tres Marías podría ser considerada una metrópoli. Un desvencijado camión escolar, sin llantas, asomándose detrás de la reja de un deshuesadero nos da la bienvenida, seguido por un pastor viejo, con sombrero de paja, que arrea a unas cuantas vacas aletargadas. Un anciano dormita sobre una silla delante de una oficina de correos, el único negocio del lugar. Si hay gente viviendo en Sasabe, sus casas están bajo tierra.

Seidy estaciona la camioneta y Luis y yo nos bajamos para caminar rumbo a la frontera y la estación policiaca que la vigila desde un promontorio. La única construcción nueva dentro del poblado de Sásabe es, por supuesto, la caseta que interrumpe el muro fronterizo, una especie de techo triangular, muy al estilo del viejo oeste, debajo del cual no pasa ni un solo coche, ni mucho menos un solo peatón, y basta con acercarse a la muralla para entender por qué. No hay nada alrededor de Sasabe, ni del lado mexicano o el estadunidense. Me asomo a través de los tubos de metal herrumbroso que componen el muro y no veo nada que no sea esa vegetación a ras de piso que también cubre el desierto norteamericano. Las únicas señales de vida las emiten las vacas que mastican ramas, sus crías que no se separan de sus ubres y los dos policías rubios que de vez en cuando nos observan con un rifle entre manos desde la pluma que permite o impide la entrada de nadie.

La relativa planicie del desierto me ayuda a constatar que el muro es aparentemente infinito. No lo pierdo de vista porque su construcción cese sino porque mi miopía me impide verlo a lo lejos. Estamos a finales de octubre, a un mes del invierno y el calor en la frontera roza los 33 grados. Luis me asegura que de haber venido en julio, ya habríamos huido de vuelta a la camioneta. “¿Cuánto calor hace en verano?” Le pregunto.

“Cuarenta y tantos grados,” me responde, dándome la espalda, con la vista fija en las tres o cuatro casas que componen el pueblo de Sasabe.

Nuestra siguiente parada es Arivaca. Vamos a ese pequeño poblado porque queda de camino entre Sasabe y la carretera interestatal que une a Tucson con Nogales, esa ciudad partida en dos, con una mitad en Estados Unidos y otra en México. El desierto comienza a mutar rumbo a Arivaca. Aquí y allá brotan oasis de verdor, frondosos árboles alrededor de riachuelos milagrosos, pero no son más que breves paréntesis entre la monotonía agreste del desierto de Arizona. Transcurre una hora para que volvamos a ver una sola casa, y cuando finalmente la vemos un letrero nos avisa que estamos en Arivaca, un pueblo que, si acaso, tiene el doble de habitantes que Sasabe. Hay una gasolinera y un supermercado bien surtido en el que compro una bolsa de duraznos, frente a la mirada atónita de la cajera, que no puede creer que está parada frente a un turista. “What are you doing here?”, me pregunta, sonriendo, y ni siquiera pienso en explicarle.

“Just visiting.”

Arriba de la camioneta, y batallando contra una mano empapada del jugo pringoso de dos duraznos, por primera vez veo a la border patrol en acción. En un meandro de la carretera vemos a una hilera de migrantes –niños, niñas, mujeres, un solo hombre al que el sombrero le cubre la mitad del rostro- sentados de espaldas al desierto, mirando al suelo, con las manos esposadas detrás de la espalda, vigilados por un policía que se pasea frente a ellos, con la puerta de su camión fronteriza abierta, lista para engullirlos y escupirlos de vuelta a México.

Llegamos a Nogales al filo de las seis de la tarde, justo antes de que anochezca, después de comer en un restaurante digno de una cinta de ciencia ficción, en el que la entrada que nos dio la bienvenida era un gigantesco cráneo de buey, con un letrero amarillo que anunciaba un partido de la NFL. Afuera había una pickup, una camioneta Chevrolet de los ochenta y una harley davidson con las llantas ponchadas.

Si el restaurante con entrada craneal parecía diseñado por H.R. Giger, Nogales parece extraída de una novela de Phillip K. Dick. La división entre ambos lados es evidente. Mientras que el estadunidense de Nogales goza de cierto orden, con Burger Kings y Wal Marts y casas de cambio en cada esquina, la ciudad mexicana parece querer brincarse la frontera. La muralla que divide ambas secciones está limpia de casas en una mitad y en la otra está repleta de ellas, bordeando el muro, con todas las ventanas viendo hacia el norte. La primera impresión que tengo es que ambas Nogales son ciudades embrocadas, cuyos contenidos fluyen hacia adentro y hacia afuera de México y Estados Unidos (este vaivén humano es también evidente).

Estacionamos la camioneta afuera de un restaurante de comida rápida y, con pasaporte en mano, caminamos rumbo a la frontera. Como era de esperarse, salir de México no presenta mayor problema. Pasamos debajo de la gris estructura que controla el flujo de vehículos e individuos entre los dos países y en menos de cinco minutos estamos en México. ¿Quiere Taxi, caballero?, ¿quiere taxi? Una hilera de automóviles, que se pierde detrás de los adocenados edificios de Nogales, espera entrar de vuelta al norte. Uno, dos, tres consultorios dentales salpican la primera cuadra que vemos, ofreciendo todos sus servicios en inglés.

“Antes los gringos se cruzaban la frontera para recibir tratamiento porque es mucho más barato acá que allá”, me dice Luis, mientras zigzagueamos alrededor de la gente en busca de un taxi que nos lleve a ver las pinturas que los indocumentados han dibujado sobre el muro fronterizo. No hay un rincón en el que no se escuchen los lamentos de algún cantante norteño con el corazón abollado. Se acaban los MacDonalds y empiezan los Elektras, los lugares para tramitar visas (rapidito, barato, en menos de un mes) y los talleres que legalizan coches comprados del otro lado de la frontera. Aquí y allá, Luis me señala autobuses encargados de llevar y traer de vuelta a mexicanos que quieren hacer sus compras al Wal-Mart de Arizona.

El taxi cobra cincuenta pesos por recorrer la frontera de Nogales. Es de noche y, apenas salimos de las calles y negocios que colindan con la entrada a Estados Unidos, la ciudad adopta un carácter opaco y ominoso. Las banquetas se vacían de gente, se atenúa la luz de los postes y desaparece la música ranchera. Quizás estoy mal, quizás solo soy un chilango fuera de su elemento, pero me siento vulnerable; tengo miedo. El taxista se estaciona frente al muro y Luis y yo caminamos rumbo a él, con cámara en mano, listos para documentar los grafitis que ahí han dibujado. Lotería, dice el primer grafiti, y debajo de la palabra hay un rectángulo, dividido en nueve espacios, como el famoso juego de mesa mexicano, solo que en este tablero no hay yoyos, trompos, mariachis o sandías sino coyotes, maquilas, muerte y un mapa de México lleno de pisadas negras, todas ellas apuntando al norte. Una virgen de Guadalupe, con el lema “viajeros” como un halo sobre su cabeza, cuida a aquellos que quieren cruzar la frontera. A lo lejos, dos niños –como espectros ambarinos en medio de la oscuridad de Nogales- patean una pelota por la calle yerma, y sus alaridos son lo único que perfora el silencio de nuestra visita.

Regresamos al taxi y nuestro taxista ofrece acercarnos a los túneles a través de los cuales se entra de manera ilegal a Estados Unidos. Nos alejamos del muro y sus tétricos grafitis, en dirección al oeste de Nogales. A diferencia de Sasabe, aquí la frontera está dividida no por tubos de metal sino por una altísima lámina, coronada por alambres de púas. “A veces jugábamos volibol con los que estaban del otro lado”, nos dice el taxista, lamentando la inclusión de este nuevo elemento punzocortante. Un par de camionetas de la border patrol, con sus luces de alta encendidas, nos observan desde lo más alto de un monte del lado norteamericano.

Un grupo de jóvenes (“cholos”, les dice el taxista) están sentados sobre una piedra, en uno de los barrios bajos de Nogales a los que entramos; todos, como las ventanas de sus casas, viendo hacia Arizona. Todos menos una chica, de jeans y top blanco, que no suelta a su novio.

“Se van a cruzar,” nos dice el taxista, e ignoro si está diciendo la verdad o si solo pretende darnos lo que piensa que buscamos: un vistazo, turístico y lejano, a la realidad de los indocumentados.

Damos vuelta en “u”. Afuera, la calle huele a gasolina, a las balatas del taxi y a ese olor punzante, nauseabundo, de la grasa quemándose sobre los sartenes de todos los puestos de comida que invaden las banquetas y las esquinas de Nogales.

Entrar de regreso nos toma treinta minutos. En ese tiempo, la fila de automóviles apenas si se mueve. De regreso a Tucson pasamos tres checkpoints fronterizos. En todos ellos inspeccionan nuestra camioneta. En todos nos piden el pasaporte.

*-*

“Writers for Justice on the Border,” dice el panfleto que me dan a la mañana siguiente, mientras camino por el campus de la universidad. Sponsored by: Sonora review, No more deaths and The Poetry Center. Una lectura de obras y poesía alrededor de la problemática migrante.

Atrás del panfleto, un texto que traduzco:

“¿Por qué escribimos en Arizona? La pregunta es más importante de lo que parece. Las pistolas vienen de nuestro lado, el dinero que paga a los cárteles es nuestro y cada vez deportamos más y más mexicoamericanos. Los tratados de libre comercio binacionales siguen diezmando las oportunidades de trabajadores mexicanos y cada vez más ninis (los que ni trabajan ni estudian) son reclutados por el narcotráfico. Hay un cuarto de millón de jóvenes sin trabajo en Ciudad Juárez. Nuestras manos no están limpias; nuestros corazones políticos no son impolutos”.

Es la primera muestra que veo, desde mi llegada, de un grupo de norteamericanos queriendo hablar, explicar o entender el dilema de la frontera, así que, sin dudarlo un instante, le mando un mensaje a Luis y le pregunto si podría llevarme a escuchar la lectura esa misma noche.

La cita es dentro del campus, en un salón con paredes de cristal y capacidad para no más de cincuenta personas. El lugar está lleno. Luis y yo llegamos veinte minutos tarde y, por lo tanto, nos tenemos que sentar hasta atrás. El acto gravita en torno a la lectura de un estudiante de Creative Writing , quien lee avances de su primera novela, sobre migrantes. Aunque elegante y evocativa, su prosa está llena de repeticiones, como si cada párrafo fuera una espiral cuyo ritmo depende del uso de las mismas oraciones y palabras, similar al estilo de David Peace, cuya novela sobre el Tokio de posguerra, Tokyo Year Zero, está de moda. No ayuda que, al igual que Peace, su narrativa fluctúa entre dos idiomas: quizás un norteamericano no tenga problema, pero para un mexicano escuchar a un escritor gringo decir “Tihuana” cuarenta veces es risible.

El joven escritor habla de Antonio, que vivía en “La Neza”, que mataba perros para hacer “tambores”, que fue mula para el narcotráfico, que se fue a vivir a “Tihuana”, al que expulsaron diez veces de “el gabachou”.

“Failure of language and empathy,” dice el joven, rubio, de barba cobriza, mientras nos observa. “The wall is a failure of language and empathy.”

Al final de la lectura me acerco para platicar en espanglish. “Vente a los shelters de Nogales,” me dice. Ahí ha estado trabajando, por casi un año, con todos los migrantes a los que el gobierno norteamericano deporta y que se quedan varados en Nogales, sin dinero para regresar a Guatemala, Honduras o el sur de México.

Esa misma noche, Luis me presenta a Ricardo Castro Salazar, su maestro, quien ha trabajado de cerca con decenas de jóvenes indocumentados. Ricardo agradece que haya venido a Arizona para escribir sobre el tema y asegura que mañana me presentará a la más brillante de todas sus alumnas, una chica sin papeles, para que la entreviste.

*-*

A la mañana siguiente salgo corriendo rumbo al centro de Tucson para presenciar el famoso Streamline Procedure del que me habló Violeta. Desgraciadamente llego tarde. Me avisan que la corte despachó a los inmigrantes rapidito y que, si quiero, puedo volver mañana o pasadomañana o en tres días, al fin que este asunto ocurre cinco días por semana. Me quedo en el centro de Tucson: los hombres esperando un autobús en la estación, tatuados de los brazos al rostro; negros en camisetas sin mangas, sus esposas cargando a sus hijos recién nacidos; una mujer con la leyenda “I went to jail” tatuada debajo de la nuca; un chico que me pide un cigarro y, tras recibirlo y encenderlo, me ve a los ojos y me espeta (como si la decisión final dependiera de mi voto): “Hey, bro! Legalize marihuana!”

En el centro de atención a migrantes hay unos panfletos con información relevante. En una hoja sobre un corcho, sujeta con una tachuela, aparece la foto de una mujer con camisa a cuadros, abrazando a su hija, quien viste una camiseta de Mickey Mouse:

¡Asistan a la conferencia de prensa y mitín comunitaria en apoyo a Araceli!

                Llame a Janet Napolitano, Directora del Departamento de Homeland Security (DHS), encargada de cancelar las deportaciones y dígale:

                “No deporte a Araceli, no separe a esta madre de su hija, de su familia, de su comunidad: son importante parte de nosotros, de nuestro pueblo de Tucson”.

                Arriba una dirección y la fecha en la que se llevará a cabo una conferencia de prensa, dentro de la Iglesia del Sagrado Corazón, para impedir que Araceli, nacida en México pero criada en Tucson desde niña, sea deportada. Es mañana, a las doce del día. Pido permiso para llevarme la hoja y salgo del centro de atención, rumbo al hotel.

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