Antes de entrevistar a la alumna de Ricardo, Luis me lleva a comer a una avenida comercial de Tucson. Todas las tiendas en la avenida venden objetos que revelan el sincretismo que se ha llevado a cabo en la frontera. Aparadores con calaveras pintadas con la bandera de las rayas y las estrellas; luchadores de plástico con la leyenda U.S.A. sobre sus capas y calzones; ofrendas del Día de Muertos detrás de vitrinas que explican su propósito en inglés.
Bebemos un par de cervezas, y arrancamos rumbo al sur de Tucson para recoger a Elena. Pasamos el centro de la ciudad y, tras tomar una de esas anchísimas carreteras norteamericanas , entramos a una zona de casas chaparras, jardines apenas podados, callejones sin salida, trailer parks, banquetas vacías y un supermercado que se llama “Mi Ranchito”. Finalmente damos con la casa de Elena, bajamos de la camioneta, tocamos el timbre y minutos después sale, vestida con jeans y top púrpura, el pelo atado en una firme cola de caballo, con una amplia sonrisa en el rostro. No sé si debo saludarla como mexicana o norteamericana (de beso en el cachete o con la mano). Nos subimos de vuelta a la camioneta y nos dirigimos de regreso al campus de la universidad, a un café que está a cinco minutos caminando de mi Holiday Inn. En el trayecto batallamos para encontrar un tema de conversación que fluya. Elena habla de lo que ha estado haciendo últimamente para ganarse la vida. A pesar de haber cursado la prepa y de haber estudiado en el Community College, no puede conseguir un trabajo legal. Por lo tanto, se gana la vida limpiando casas y dando clases de baile. Tiene 32 años y forma parte del grupo al que muchos se refieren como Dreamers: norteamericanos nacidos en México, incapaces de aspirar a la ciudadanía estadunidense si no se pasa el Dream Act, que solamente otorgaría la nacionalidad a aquellos que hayan cursado sus estudios en Estados Unidos, con las más altas notas y sin ningún antecedente penal.
Llegamos al café. Ahí nos espera Ricardo, sentado en una de las mesas de en medio, con un periódico frente a él. Saluda a Luis, me saluda a mí y después besa a Elena en la mejilla. Saco la grabadora y comenzamos. Luis toma asienta frente a mí. Elena y Ricardo están a mis costados. Por primera vez la veo con claridad. Aunque quizás no tiene relevancia alguna para este reportaje, lo cierto es que Elena es verdaderamente bonita: de piel morena, casi áurea, enormes ojos oscuros, facciones finas y con el cuerpo torneado de una bailarina. Para Elena su belleza es un problema que la convirtió en carnada para quien quiso aprovecharse de ella. Desde que llegó, sus compañeras le “decían mojada”.
Nunca he visto manos más secas que las suyas, como si viviera con los brazos enterrados en la arena.
Primero me platica de cómo llegó a Arizona. Su papá había venido a trabajar del otro lado de la frontera, y al ver que esos viajes simplemente no le rendían suficiente dinero como para mantener a su familia, decidió que era mejor cruzar y establecerse en Estados Unidos. Elena y su hermano no tomaron bien la noticia. Eran suficientemente grandes como para entender lo que implicaba el desarraigo, la mudanza y el separarse de su familia mexicana. Así que para convencerlos el padre de Elena tuvo que inventarles que cruzarían la frontera para conocer Disneylandia.
“Nunca fuimos a Disneylandia. Es más: hasta la fecha no lo conocemos. Después de que llegamos, mi papá como ya tenía que entrar a trabajar nos dijo “¿qué les parece si entran a la escuela para ver cómo es aquí?”, Y pues yo y mi hermano pensamos, “bueno, estamos de vacaciones, entramos un ratito a la escuela y después nos vamos para México”, entramos y ya aquí nos quedamos”.
Elena tardó un año en darse cuenta de que no regresaría a México. Ni siquiera el nacimiento de su hermano menor (su madre cruzó la frontera embarazada), la convenció de que regresar al Distrito Federal. Esos primeros años los pasó en un departamento pequeñísimo, durmiendo dos o tres sobre un colchón en el piso, acompañados, dice, de cucarachas.
“¿Cuando te diste cuenta que eras indocumentada?”
“Cuando me iba a graduar y no podía sacar mi licencia. Mi papá pensaba que después de vivir siete años acá ya te hacías residente, y eso nos decía. Y yo había llegado siete años antes de graduarme de High School, así que pensé que mis papeles estarían en orden para entonces. Pero cuando cumplimos siete años aquí ampliaron el plazo a diez años, luego a veinte, hasta que lo quitaron.”
Ricardo intercede: “La última reforma migratoria, que fue en el 96 si no mal recuerdo, una reforma también a nivel federal, ha evolucionado en algo muy adverso para los inmigrantes en muchos sentidos. Antes de alguna forma -por conexiones familiares- podías aspirar a arreglarte, pero ahora es prácticamente imposible”.
“Mi única esperanza es una amnistía o casarme,” me dice Elena “Mi amiga Rosa se casó y en un año ya tiene la residencia. Pero también tienes que estar muy enamorada o muy consciente porque el precio es alto, y eso que ella se casó enamorada. Y de cualquier manera batalla mucho. Batalla mucho porque a veces él se lo echa medio en carita, y como eso de que te echen en cara que te están ayudando…”
Le pregunto si ella cree que sus padres aún extrañan a México.
“Lloran mucho, sí, claro que sí, porque a mí mamá se le murió su papá y no lo pudo ver. A mí papá también se le murió su papá, a mí mamá se le acaban de morir dos hermanos y no pueden volver. Donde yo estoy es por eso, por el sacrificio de ellos. Mi éxito es su éxito de ellos, es como yo lo veía todo el tiempo; si yo salgo adelante van a decir “El sacrificio valió la pena”, pero si yo soy un desastre, soy una drogadicta, tengo hijos a montón, ando aquí, acá, es un fracaso para ellos porque su sacrificio no valió la pena.”
Pido otro café. El rostro de Elena ha cambiado. Advierto que estamos entrando a temas espinosos, de los que preferiría no hablar, así que opto por arrojarle una pregunta más ligera.
“¿En qué trabajan tus papás?”
“Mi papá trabaja en una empresa -siempre rezamos que no lo agarren- que hace rastrillos para el césped, las podadoras, las navajas… eso es lo que él hace. Mi mamá se dedica a cuidar a mi hermano el más chiquito, que es autista.”
Ricardo aparta su vaso vacío, pide perdón por interrumpirnos y le sugiere a Elena que me hable de sus estudios. “Esta chica tiene tres títulos,” me dice, y yo volteó a ver a Elena en espera de que se sonroje por el cumplido, pero su rostro se mantiene impávido. Me queda claro que no puede estar orgullosa de haber estudiado si el país en el que vive no le permite ejercer su vocación. Tiene tres títulos de Community College: en negocios internacionales, administración de empresas y otro grado de Fine Arts. No obstante, por ser indocumentada, no puede trabajar. Y aunque nació en Estados Unidos, su hermano tampoco puede ir a una universidad hecha y derecha.
Ricardo intercede “los títulos de Elena no se han podido transferir, esos títulos los obtuvo en la Universidad Comunitaria aquí en distrito, pero no los ha podido transferir a la Universidad de Arizona para obtener una licenciatura u otro grado más alto porque es una imposibilidad en las condiciones en las que está”.
“A mi hermano, que es ciudadano, le está afectando, no nada más a uno que es indocumentado. Hijos de indocumentados, nacidos aquí sufren también. Mi hermano no puede entrar a la universidad porque mis papás son indocumentados”, me explica Elena.
“¿Por qué?” Le pregunto.
“Porque mi mamá no tiene seguro social y para que él pueda entrar, como él es chico y él vive en casa tiene que demostrar que lo pueden mantener. Y cómo mis papás van a mantener a su hijo si son indocumentados.”
Elena se detiene y, justo antes de continuar, su voz se quiebra y se le nubla la mirada.
“He gastado casi treinta mil dólares en mis estudios y no han servido para nada. Sigo limpiando casas. Cuando tenía veintiún años pensaba “esto es temporal, temporal” y ahora que tengo treinta y dos, y sigo haciendo lo mismo, pienso “¿hasta cuándo?”
Recuerdo que unos días antes Violeta me habló del desempeño académico de los jóvenes de primera generación; un desempeño mucho más alto que el de los de segunda y tercera generación (es decir: de aquellos que ya son norteamericanos). El tema nos lleva a la tensa relación entre los propios mexicoamericanos. “A mí me ha hundido la raza,” dice Elena, justo antes de explicarme que muchas veces son los propios compatriotas los que la rechazan por ser indocumentada; incluso menciona un caso de un hombre que no quiso continuar una relación con ella después de enterarse de su situación. “Las chicas me envidian por flaca, por bonita, porque bailo.”
“Me da coraje cuando los ciudadanos son un despapalle, cuando no van a la escuela, cuando no estudian. Eso es como una cachetada para mí porque yo lo vivo. Si pudiera regresar a la escuela a estudiar lo haría. La única razón por lo que no lo hago es porque no tengo dinero y porque no me dejan”.
La nueva ley, la que permite que los policías detengan a cualquier persona para pedirle sus papeles, ha causado estragos en su vida diaria.
“Vas al doctor y lo primero que te dicen es “¿tienes papeles?”, cuando tú solo vas a checarte. Cada día que pasa es más difícil. Antes yo veía a un policía y estaba bien. Ahora ya la pienso más para salir. Si voy a un lugar, yo todo el tiempo me persigno, porque no sé si voy a llegar a mi casa… hasta caminando te pueden parar.”
Le pregunto si regresar a México es una opción.
“México es la madre que no conozco. Y Estados Unidos el padre que no me quiere.”
*-*
Dos días después acudo a la conferencia de prensa de Araceli Torres, dentro de un pequeño salón de paredes y pisos blancos, con cuatro mesas con superficie de plástico, a un lado de la construcción principal de una iglesia. El taxi me deja en el pedregoso estacionamiento donde un grupo de norteamericanos de Colorado, visten la misma camiseta: blanca, con la leyenda “Humanitarian Aid is not a crime” adelante y atrás. Me observan caminar hacia el salón en el que se llevará a cabo la conferencia y todos, sin excepción, me arrojan sonrisas sinceras, como queriendo felicitarme por haber venido a apoyar una causa tan noble como la de Araceli.
Los gringos toman asiento en las mesas de adelante, platicando animadamente, mientras que la familia de Araceli se queda de pie en el otro extremo del cuarto, sin pronunciar palabra. Yo, que no formo parte de ningún grupo, tomo asiento entre ellos, solo frente a una de las mesas de plástico. Los medios de comunicación –Univisión, Telemundo y otras estaciones locales- posicionan sus cámaras en las esquinas del salón y minutos después entra Araceli acompañada de Isabel García, defensora de los derechos de los migrantes, quien ha seguido este caso muy de cerca. A pesar de su corta estatura y su físico menudo, García da la impresión de ser una veterana de este tipo de batallas. Su rostro me remite al de Violeta. Ambas tienen la misma expresión agradable que esconde la misma mirada exhausta.
La hija de Araceli –una niña de menos de diez años- observa a su madre desde la primera fila. Empieza la conferencia. Habla García y después habla Araceli. En inglés explica que regresarla a México no equivale a volver a casa:
“Es un país que no conozco. Un país que es peligroso, y donde no quiero que crezca mi hija.”
En su discurso hay ecos de mi charla con Elena.
“Nunca le pedí a mi familia que me trajera a Arizona. Pero ahora este es mi país.”
Dos chicos gringos, con el pelo decolorado, sostienen una manta con la misma leyenda que portan en sus camisetas. Una compañera suya, con lentes de pasta gruesa y dos trenzas rubias despuntando desde arriba de su cráneo, saca una cámara y le toma fotos a Araceli. Los chicanos –amigos y familia de Araceli- permanecen hasta atrás del salón, sin emitir ni un solo ruido.
A Araceli la detuvieron mientras trabajaba. La nueva ley permite deportar a cualquier persona que no cuente con los papeles adecuados, sin importar que su hija haya nacido en Estados Unidos y sin importar cuánto tiempo lleve viviendo al norte de la frontera. Araceli lleva más de veinte años en Tucson, y es evidente que, tanto para ella como para su hija, this is home. Mientras García la defiende, Araceli intercambia miradas con su hija. La niña le manda un beso. Y ella le sonríe de vuelta, con los ojos llenos de lágrimas.
Al finalizar la conferencia, los medios de comunicación se acercan a Araceli, prenden sus grabadoras, extienden sus micrófonos y empiezan a entrevistarla. Yo logro escabullir mi grabadora entre el mar de cámaras y soltar un par de preguntas.
“¿Has pensado qué harías si regresaras a México?” Pregunto.
“No. No he pensado en nada”, me responde, sonriente pero tajante.
“¿Te has mantenido positiva?, ¿cómo?”, pregunta una reportera de un canal con quince consonantes en su nombre (algo como KWS-RFMXTCS).
“Pienso que aquí tengo un espacio, que soy de aquí y que creo en este país. Voy a ganar.”
Termina la entrevista y me acerco a García para pedirle su correo. No menciono el largometraje, así que me veo obligado a mentirle cuando me pregunta el medio para el que trabajo. “Letras Libres”, le respondo, y ella arquea las cejas, abriendo sus expresivos ojos negros, hurgando en su memoria por el nombre de la publicación. “Pues qué bueno que viniste,” me dice.
Antes de irme le pido su correo y lo apunta en mi libreta. Dos semanas después, ya en México, le enviaré un email, preguntándole por el veredicto en el caso de Araceli.
Nunca me contestó.
*-*
Los migrantes de Arizona no pueden sacar licencias de conducir si no tienen papeles.
Esta información, aparentemente inocua, agrava casos como el de Elena. En una ciudad tan plana y extensa, donde el transporte público está limitado a camiones y carísimos taxis, no tener tu propio automóvil restringe severamente las posibilidades de empleo.
Este no es el único problema práctico al que se enfrentan los indocumentados. Antes, los hombres esperaban afuera del Home Depot a ser contratados para trabajos informales de jardinería y albañilería. Hoy en día eso también está prohibido.
Caminar por la calle acarrea peligros constantes. Cualquier policía, forme parte o no de la patrulla fronteriza, puede detener a alguien de rasgos hispanos para pedirle sus papeles. A Elena le ocurrió y solo se salvó porque el policía que le pidió sus documentos se apiadó de ella y la dejó ir. Araceli no tuvo tanta suerte.
En menos de un mes se decidirá si se queda en Tucson o si regresa a México: la madre desconocida.
Según una encuesta de Rasmussen Reports 60% de los norteamericanos están a favor de la SB1070.
*-*
Mi última entrevista es con Elías Bermudez, nacido en México, antes anfitrión de un programa de radio, defensor de los migrantes y uno de los pocos hispanos que se ha enfrentado al inclemente Joe Arpaio, Sheriff del condado de Maricopa. Bermudez ha sido invitado, por vía telefónica, al programa que mi hermano León conduce en WFM, y es a través de él que lo contacto.
De voz recia y cuerpo de capataz, Bermúdez aparece en el lobby de mi hotel a las ocho de la noche, vestido con una camisa color salmón. De su oído izquierdo pende un bluetooth, que no se quitará en ningún momento de la plática. Por las casi tres horas que dura su visita, no veré sus ojos ni un instante.
Nos sentamos en el bar del Holiday Inn, charlando por encima de los gritos de dos comentaristas que narran un partido de hockey . Bermudez pide una limonada tras otra. Desde que llegó, no ha dejado de hablar. Sin pedirle que repita lo que ya me ha dicho, enciendo mi grabadora y comienzo a grabar a la mitad de una oración.
Bermudez habla de la otra cara de la moneda. Dice que los medios hacen demasiado énfasis en el trato que los norteamericanos le dan a los indocumentados y que no examinan la responsabilidad que el gobierno mexicano tiene con los centroamericanos que pasan por México ni con los propios mexicanos que, sin saber los riesgos que conlleva el cruce, deciden enfrentar el desierto para llegar a Estados Unidos. Al igual que Domínguez, Bermudez esboza el negocio que los indocumentados representan para las autoridades: la renta de aviones para deportación, las transferencias de dólares a México, los desempleados que no se quedan en suelo nacional. Eso por no hablar de los negocios tras bambalinas. Como queda claro en el libro de Luis Alberto Urrea “The Devil´s Highway”, el narcotráfico está coludido con los coyotes, quienes muchas veces les pasan una “corta” al narco de los miles de dólares que reciben de los indocumentados. “Antes te cruzaba tu primo. Antes te cruzaba un coyote por una lanita. Hoy en día la cuota está en cuatro mil dólares. Y esa lana va para el narco y para la policía mexicana, que permiten que se cruce la frontera”.
“Cada mujer que pasa por México y que cruza la frontera es violada en repetidas ocasiones,” me asegura Bermudez.
“¿Por el coyote?” Le pregunto.
“Por el coyote, el policía, el que maneja el camión y por los otros que van ahí en su grupo.”
Aquí, Bermudez se acomoda en su silla y me relata una de las muchas historias escalofriantes que escucharé a lo largo de la charla. Una mujer salvadoreña llegó a Tucson tras pasar por el desierto, para reencontrarse con su marido. Durante días se negó a salir de su recámara o a hablar con su familia. Bermudez, quien la había conocido durante su primer proceso de deportación de Arizona a El Salvador, fue a hablar con ella para entender qué le había ocurrido. En el paso por la frontera la violaron decenas de veces.
“El que paga el coyote tiene las manos manchadas de sangre.”
La frontera como negocio. Desde el 2001 han aumentado los casos de coyotes que secuestran a sus clientes y, ya en Estados Unidos, piden un jugoso rescate y así duplican sus ganancias iniciales. Si el rescate no se paga, los cuerpos jamás se recuperan. El desierto engulle lo que ahí se extravía.
“Es el mensaje que siempre doy en el programa de tu hermano, Daniel. No se crucen la frontera. No vengan para acá por el amor de Dios.”
“¿Y los has hecho entrar en razón?” Pregunto.
“Es difícil. A mí me han dicho muchas veces: “mejor morirnos en el desierto que morirnos en México”. Pero no saben lo que les espera. Solamente en Tucson hay una morgue con más de dos mil cuerpos sin identificar.”
Vuelvo a pensar en el libro de Urrea; en esas cinco desgarradoras cuartillas en las que explica lo que le ocurre a un cuerpo sometido al calor infernal del desierto, a la deshidratación que comienza, de manera ineluctable, en el momento en el que pisas la arena: el dolor, la desorientación, el ardor imposible de soportar; historias de hombres desnudándose de manera compulsiva, perdiendo la razón, bebiendo su propio orín. Bermudez contesta una llamada de su hijo a través de su bluetooth (le habla en inglés y español), y después me cuenta una segunda historia sórdida de la noche:
“Había una madre que venía amamantando en el desierto. Duró ella casi cinco días sin tomar agua y pues se le secó la leche y se le deshidrata la niña de año y medio, entonces la agarró, la acomodó debajo de un arbolito por ahí y la cubrió con muchas piedras porque los demás le dijeron “si la dejas así van a venir los animales a hacerla pedazos”. Entonces la cubrió con muchas piedras y sale y ella busca a la migra. Se separa del grupo para ir a buscar a la migra y cuando los encuentra les dice “Vénganse, vamos a recoger el cuerpecito de mi niña que se murió” y sí, la migra se va, agarran al niño y se lo traen. Cuando llega acá, ¿sabes qué pasó?”
Niego con la cabeza y Bermudez toma aire y continúa:
“Que un desgraciado fiscal de aquí de Tucson le hizo cargos de homicidio negligente a la mamá por la muerte de la niña. ¿Qué piensa, qué pasa por el pensamiento de esta persona al arriesgarse a venirse por el desierto con una niña de año y medio?”
No tengo ninguna respuesta a su pregunta. Lo único que sé es que no soy capaz de entender, ni siquiera avizorar, el impulso. ¿Cómo tienen que haber sido las cosas para esa señora en México?, ¿qué tan mal estaba su situación para que haya decidido cruzar un desierto con una recién nacida?
Más adelante, Bermudez me asegura que la situación podría estar mucho peor. La recesión ha bajado la demanda laboral y, por consecuente, los mexicanos han dejado de cruzar el desierto. “Pero deja que suba la demanda y verás cómo se pone la cosa”, me dice, justo antes de citar a Alan Greenspan, quien alguna vez aseguró que la fortaleza económica del gobierno de Clinton estaba fincada sobre el trabajo migrante.
Le pregunto por soluciones concretas.
“Hay que venir cuando nosotros los necesitemos, no cuando ellos nos necesiten a nosotros. Ver si podemos sacar una visa de trabajo con un período de dos años o de tres años, que tú puedas venir cuando quieras, cuando te llame el patrón; el patrón te llama y en dos días estás aquí por el crucero o por el avión.”
Bermudez se acerca a mí y hace a un lado su tercer vaso de limonada. Parece un general, hablando de una operación militar.
“El problema que tenemos los latinos que no hemos aprendido a jugar el juego político, porque los números ya los tenemos. Hay ocho millones de mexicanos que no han querido hacerse ciudadanos americanos porque no quieren levantar la mano y jurarle lealtad a las estrellas y balas. Orgullo patriótico, orgullo pendejo.”
Otra llamada. Bermudez contesta, con su inglés chicano, y después cuelga, sin perder el hilo de la conversación:
“Todo mundo estaba conforme con que estuviéramos en la sombra, pero namás nos empezaron a ver en las calles y empezaron a ver las caras y luego que muchos de nosotros no solamente no nos conformamos con salir, sino que salíamos con una bandera mexicana, y les dio miedo. Aún así, la guerra mediática la están ganando los Glenn Becks y los Tancredo. Cada vez hay menos personas en las marchas.”
Bermudez está seguro de que si los latinos se unieran en una sola voz, no habría poder que los detuviera. Más allá de decidir elecciones, la comunidad hispana podría influir de manera directa en la agenda política, así como revertir medidas humillantes como la SB1070.
“¿Por qué no ha pasado eso?” L pregunto a Bermudez, afuera del hotel, frente a su modesto automóvil (antes de que comenzaran a perseguirlo en Arizona, me dice, tenía un BMW del año).
“Lo que más necesita el movimiento hispano es liderazgo. Un líder de verdad. Pero, sobre todo, un líder que esté dispuesto a dar su vida.”
*-*
Esa noche salgo a fumarme un cigarro afuera del Holiday Inn. Una chica estadunidense, de cabello chino y enredado, por lo menos cinco años más joven que yo, me pide un encendedor. Me acerco a ella y veo que tiene los ojos casi cómicamente desorbitados. Apenas si puede hilar una oración. La ayudo a prender su cigarrillo y caigo en la cuenta de que tiene uno, encendido, en la otra mano. En el suelo, alrededor de sus tenis, veo más de diez colillas de Marlboro lights, todos fumados a la mitad.
“Adderall,” me dice, casi como un estornudo.
“What?”
“Too much Adderall.”
Me alejo de ella, mientras la observo de reojo. Fuma con su mano izquierda y luego con la derecha, de forma frenética, hasta que se harta de uno de los cigarros y lo arroja al piso. Un pequeño cuaderno de notas está abierto a su lado, con una pluma rosa, de Hello Kitty, sobre las hojas en blanco.
“Could you…? Please?” Me pregunta, y un estambre de baba se escurre por su barbilla.
“What?”
La chica saca otro cigarro y señala la punta. Quiere mi encendedor de nuevo.
Obedezco.
Antes de volver a entrar al hotel, la chica repite, con su vista clavada en sus tenis raídos:
“Adderall. Adderall.”
-.-
Es mi último día en Tucson. Visito el Streamline Procedure, en el Special proceedings courtroom de Tucson, entre las avenidas de Congress y Granada, un edificio que parece haber sido construido con una sola pieza de mármol solemne, donde cada pisada reverbera, produciendo un eco ronco que se pierde entre las escaleras y los amplísimos pasillos de la corte. Para entrar me vi obligado a mostrar mi pasaporte y dejar mi grabadora, pero independientemente de eso acudir al Streamline Procedure es más fácil que visitar un Burger King. Ccinco minutos después estoy con lápiz y libreta en mano, afuera de las puertas de madera de la corte, rodeado de trece gringos que no paran de hablar de películas, raquetball y lesiones en la ingle. Caigo en la cuenta de que uno –o varios- de estos gringos, todos con corbatas espantosas, son abogados de indocumentados.
Diez minutos después entro a la corte y me siento brevemente: el juez del United States District Court entra y todos nos ponemos de pie para recibirlo. Se abre otra puerta y aparecen más de sesenta indocumentados –mexicanos y guatemaltecos- con cadenas en las manos y los pies que, al moverse, emiten un curioso y constante cascabeleo. Entran cabizbajos, sin dirigirse la palabra, con audífonos en los oídos para entender lo que les dirán en inglés. Ninguno trae cinturón y, por lo tanto, muchos de ellos tienen los pantalones a punto de caerse. No pueden hacer nada al respecto. Para cuando toman asiento, una decena de indocumentados trae los pantalones en las rodillas, dejando al descubierto sus gastados calzoncillos.
El juez llama uno por uno a todos los presentes. Carlos Bolaño. Paulino Hernández. Óscar Ramírez. Efraín Sánchez. Prudencio Velázquez. Oswaldo Castillo…
Ahora que están sentados, el cascabeleo de sus cadenas se ha vuelto intermitente, como el ruido que emiten los grillos en un pastizal. El juez termina de pasar lista y los indocumentados recargan la cabeza sobre el respaldo de su asiento y bostezan, agotados. Frente a mí, una norteamericana se acerca a un colega suyo para mostrarle fotos de sus perros de concurso en su Ipad y luego voltea a ver a los migrantes, quienes no le regresan la mirada.
“See?” Pregunta la norteamericana a su colega. “This is the hardest part for a gringo.” Y para finalizar su comentario, suelta una escueta risilla.
El grupo de guatemaltecos no tiene representación en Tucson, así que el consulado mexicano se encarga de ellos. De los seis que conforman el grupo, dos no hablan español. El abogado habla con el juez. Están buscando antecedentes penales para ver si los deportan o los meten a la cárcel.
El juez despacha a los guatemaltecos en cinco minutos y después se dirige a un grupo de mujeres indocumentadas. A una la sentencian a treinta días de prisión. A otra a 65. Apela la sentencia, en busca de cinco días menos. El juez decreta:
Guilty. Guilty. Guilty. Guilty. Guilty. Los que reinciden se van a la cárcel. Los que cruzaron la frontera por primera vez se regresan inmediatamente. Entraron el lunes. Hoy es jueves. El sueño americano les duró cuatro días.
La representante del consulado, a la que conocí brevemente en la lectura de la universidad, me reconoce y me regala una tierna sonrisa. Detrás de ella, un migrante vestido con una vieja playera del América me observa indolente. No hay encono en su mirada. Sólo cansancio. El más profundo cansancio.
El Streamline Procedure dura treinta minutos más. Sesenta indocumentados despachados en media hora. En todo el proceso, lo único que dijeron fue “sí” cuando les preguntaron si entendían que tienen derecho a un abogado y a un juicio. Después se declararon culpables y salieron por la puerta chica. La corte se vació en cuestión de segundos. Adiós migrantes, adiós abogados adiós señora con perros de concurso y adiós representante consular.
En una plazoleta a doscientos metros de la corte encuentro una estatua de Francisco Villa. El mexicano que invadió a Estados Unidos.
*-*
Al día siguiente, Luis y Ricardo comieron conmigo en el campus de la universidad y esperaron a que pasara por mí el camioncito que me llevaría de vuelta a Phoenix. Luis me dio un abrazo; prometimos estar en contacto. Y Ricardo me regaló su tesis: un estudio concienzudo de otros Dreamers como Elena. Antes de despedirse me vio a los ojos y me pidió que hiciera algo valioso con mi viaje. .
Una hora después abordé el camión y regresé a Phoenix, a encerrarme en otro Holiday Inn.
Regresé a México a leer más libros de migrantes. Historias del latino en Estados Unidos, las memorias de Richard Rodríguez, artículos en el internet y otros documentos que poco a poco me fue enviando Luis desde Tucson. Como piezas de un gigantesco rompecabezas, vertí toda la información recabada dentro de mi computadora, en espera de que germinara una historia digna del drama que se vive en la frontera. Se me ocurrieron historias grandes y pequeñas; tragedias íntimas y caleidoscópicos culebrones que, como Traffic, intentan explicar un problema con brocha gorda. Ninguna me satisfizo.
El productor me habló un par de veces. Rebotamos algunas ideas. Me pagó. Y el proyecto jamás vio luz verde. Quizás así fue mejor. Es difícil que una cinta de dos horas logre lo que un viaje de casi dos semanas por Arizona apenas pudo explicar. Este reportaje es un primer intento, no de esbozar sino de cumplir la promesa que le hice a Ricardo. Después de todo, quizás no haya mejor solución para un problema de la magnitud de este que pasar la voz y abrir los brazos.