Feeds:
Posts
Comments

Posts Tagged ‘Nueva Zelanda’

Han pasado casi diez años desde que se estrenó la primera parte de The Lord of the Rings y hace unos meses, Peter Jackson, el famoso director neozelandés, regresó al set de la Tierra Media para dirigir las dos cintas que compondrán The Hobbit, la precuela de su trilogía. En este texto analizamos la carrera de Jackson, los temas recurrentes en su filmografía, el mensaje detrás de sus cintas y sus fallas y aciertos como director.

Steven Spielberg, Robert Zemeckis, Ron Howard, Ridley Scott: los grandes cirqueros de Hollywood, para quienes el cine significa espectáculo. A diez años de The Lord of the Rings, sería difícil encontrar a alguien que no incluyera a Peter Jackson dentro de esa lista de titanes de la taquilla. La única diferencia entre los primeros cuatro y el director neozelandés es, aparentemente, su longevidad dentro de la industria. Todos han ganado Óscares, todos han dirigido cintas multimillonarias y todos son, hasta la fecha, capaces de levantar el proyecto que quieran con solo tronar los dedos.

Hollywood es una industria sin memoria. Un nuevo actor sorprende en una cinta taquillera, su rostro comienza a salir en marquesinas y portadas de revistas, y parece como si siempre hubiera estado ahí. Lo mismo ocurre con los directores. Hablamos de Peter Jackson, y parece como si habláramos de alguien que ha estado en la cima durante décadas. Olvidamos lo insólita que resultó la noticia de su contratación para filmar la trilogía de Tolkien; olvidamos que antes de eso el neozelandés era conocido por cintas ultra-gore, un drama más bien boutique y un estrepitoso fracaso en la taquilla. El éxito de Peter Jackson –o, al menos, el respeto que se le tiene en la industria– proviene del hecho insoslayable de que, en 1999, cuando New Line aprobó el proyecto de The Lord of the Rings, el director de Bad Taste era el candidato más improbable para dirigir una saga de ese calibre, sin precedentes en los grandes estudios. Que lo haya logrado, que la trilogía haya sido el éxito que fue, marcó un paso inesperado en una carrera que era, de por sí, sui géneris. Y basta con ver las primeras cintas de Jackson para entender qué tan extraña fue la decisión de New Line.

Las carreras de los directores –sobre todo las carreras de aquellos cineastas que no filman guiones que ellos mismos escriben– suelen ser desiguales. Porque dependen de material ajeno, porque rara vez parten de pulsiones íntimas, es difícil hallar temas recurrentes en la filmografía de Robert Zemeckis, Ron Howard y, en menor medida, de Steven Spielberg. Dentro de esta lista, sin embargo, Jackson es una anomalía. Desde Bad Taste, el neozelandés ha coescrito todas sus películas, convirtiéndose, de facto, en lo que los críticos esnobs llaman auteur. No obstante, a primera vista, ninguna característica –ni en tono ni en trama– de The Lord of the Rings está presente en sus anteriores cintas. Pensemos en aquella trilogía y en cómo podríamos describirla. Tal y como fue dirigida por Jackson, la obra de Tolkien es una historia contada en tres partes que se toma muy en serio, consciente de los aspectos románticos y heroicos de los libros, donde la comedia aparece a cuentagotas. Es, en suma, un filme de nueve horas con el ceño fruncido. Cualquiera pensaría que las seis anteriores cintas de Jackson darían atisbos de ese director que, con absoluta seriedad, decidió filmar los adorados libros de Tolkien. Por lo menos en la superficie, la realidad no podría estar más lejos de eso.

Bad Taste forma parte de esas películas a las que la frase “es tan mala que es buena” les queda como anillo al dedo. Protagonizada, dirigida, escrita y editada por Jackson, Bad Taste cuenta la historia de un grupo de alienígenas que invade un pequeño pueblo en Nueva Zelandia con la intención de raptar seres humanos, despedazarlos y, más adelante, vender su carne a una especie de McDonald’s intergaláctico (la película fue filmada en Pukerua Bay, donde nació Jackson). Los héroes de la cinta son un grupo de investigadores paranormales que debe acabar con la amenaza extraterrestre. El título (Mal gusto), no es gratuito. A lo largo de sus casi dos horas de duración, la ópera prima del joven neozelandés nos muestra a un alienígena regurgitando litros de un líquido verdoso que después beberán sus compinches; un hombre atravesando a un extraterrestre con una sierra eléctrica desde la cabeza, a través de todo el cuerpo, hasta salir expulsado por el ano; un nido de gaviotas hecho puré por un hombre en caída libre; una oveja explotando en mil pedazos; y decenas de decapitaciones, balaceras y cuerpos descuartizados. Después de estrenarse en Cannes, la cinta se vendió a decenas de países, convirtiendo a Jackson en una suerte de enfant terrible del género. Desde entonces, como deja patente el “detrás de cámaras” de Bad Taste, lo que llamaba la atención no era el producto sino el creador: un chico de Nueva Zelandia, un país prácticamente aislado del resto del mundo, de 27 años, autodidacta, que no solo dirigía, actuaba y escribía sino que era responsable de todos los rudimentarios efectos especiales de su cinta. Como explica el documental, Jackson no sólo diseñó y (literalmente) cocinó las máscaras de sus alienígenas: armó dollies para su cámara, inventó una especie de baratísimo steadicam y, para la secuencia final, en la que una nave espacial despega, construyó tres diferentes –y exactas– réplicas de una mansión neozelandesa. Durante todo el documental Jackson es la estrella, apareciendo en cámara para explicar paso a paso su filmación con una mezcla de extraña autoridad y un espíritu lúdico propio de un niño de diez años.

Si la primera cinta de Jackson es una cruza entre lo más burdo de George A. Romero y el humor descarado de The Evil Dead de Sam Raimi, su segunda película es una obra insólita que solo puede describirse como una mezcla de Noises Off de Michael Frayn, los Muppets en modo grand guignol y una mala telenovela. Para ser precisos, Meet the Feebles cuenta la historia tras bambalinas de un grupo de marionetas encargadas de montar un show de variedades para la televisión. Hay una vaca (Daisy) que es una especie de Norma Desmond en Sunset Boulevard: una estrella cuya carrera va en declive. Su productor, del que está enamorada, es Bletch, una morsa promiscua y narcotraficante. El resto del reparto incluye a un conejo con sida, a un roedor que en sus ratos libres graba películas snuff con ayuda del elenco, a una mosca que trabaja de manera clandestina para un periódico amarillista, a una lagartija drogadicta veterana de Vietnam y a una gata que está dispuesta a todo por robarle el papel principal a Daisy. La cinta culmina en una orgía de sangre y peluches destazados, digna de Inglourious Basterds.

A pesar de que Meet the Feebles marca la primera vez que Jackson colaboró con Fran Walsh, su pareja y coguionista habitual, la trama de su segunda cinta es tan descuidada como la de Bad Taste. Jackson parece estar más interesado en los momentos grotescos y humorísticos, en la logística detrás de sus múltiples marionetas, que en la historia misma. Meet the Feebles explora las capacidades del cine para crear personajes ficticios que parezcan medianamente verosímiles, y es, en ese sentido, el primer eslabón que llevaría a la creación de Gollum. El resto de la cinta resulta indiscutiblemente elemental: el lenguaje cinematográfico es pobre y la edición perezosa.

Tanto Bad Taste como Meet the Feebles parecen creadas por un director que no quiere –o no intenta– ver más allá de las dos islas que componen su país. Ambas, por ejemplo, tienen chistes incomprensibles para quien no haya vivido en Nueva Zelandia o, por lo menos, visitado aquel lejano país. Al principio de Bad Taste vemos a Derek (interpretado por Jackson) platicar por walkie-talkie con un colega suyo sobre la posibilidad de que los alienígenas invadan alguna gran ciudad neozelandesa. “Pueden invadir Christchurch, Wellington… ¡Auckland!”, exclama Derek, para después añadir: “Bueno, quizás no estaría mal que invadieran Auckland.” La relación entre Wellington, la capital (en la que nació Jackson), y Auckland, la urbe más poblada del país, es difícil; los wellingtonians se burlan frecuentemente de los aucklanders. Esto, por supuesto, es un matiz propiamente neozelandés que le resultará incomprensible a la gran mayoría de espectadores del resto del mundo. Algo similar sucede en Meet the Feebles. Durante una de las filmaciones snuff, el roedor muestra a la cámara otros títulos que ha grabado. Uno de ellos se llama They Bone People, una alteración pornográfica del nombre de una de las mejores novelas neozelandesas del siglo pasado: The Bone People, escrita por Keri Hulme y ganadora del Booker Prize en 1985.

Desde entonces, Jackson se perfilaba como un autor que, filmando historias absurdas o no, jamás olvidaría sus raíces neozelandesas.

Braindead, estrenada en Norteamérica como Dead Alive, es la tercera y última cinta del período splatter en la carrera de Peter Jackson. Es, también, la culminación de sus ambiciones técnicas con el género gore. Aquí, por primera vez, se siente el estilo de un director detrás de cámaras, haciendo uso de técnicas que después emplearía, no solo en la trilogía de The Lord of the Rings sino en King Kong. Además, Braindead es la primera cinta en la que Jackson intenta dirigir actores, con resultados desiguales.

La historia es tan absurda como las premisas de Bad Taste y Meet the Feebles. Braindead empieza en Skull Island (la isla mítica de King Kong, cinta favorita de Jackson), con un grupo de cazadores que raptan, enjaulan y transportan a un mono rata al zoológico de Wellington. El animal resulta ser una especie de primitivo demonio que transforma en zombi a todo aquel que muerde. Su primera víctima neozelandesa es la asfixiante madre de Lionel Cosgrove, una señora de la alta sociedad que vive para hacerle la vida imposible a su único hijo. Como en Bad Taste, lo que sigue es más cercano a la comedia que al terror: la señora se transforma en un zombi caníbal al que Lionel termina encerrando, junto a otras víctimas, en el sótano de su mansión. Y, como en Meet the Feebles, la cinta culmina con un pandemonio sangriento, después de que, durante una fiesta en la casona de Lionel, la madre y el resto de los monstruos escapan de su escondite para comerse (o transformar) a todos los invitados.

Con ayuda de un mayor presupuesto y con la experiencia de haber dirigido dos cintas antes que esta, Jackson le da rienda suelta a su perversa imaginación. En Braindead hay una elaborada batalla entre un sacerdote y dos zombis fresquecitos; aparece un monstruo cuyos intestinos se escapan de su cuerpo y persiguen a Lionel; y hay, también, una batalla campal, con galones de sangre falsa de por medio, entre un hombre con una podadora y una legión de muertos vivientes. Para hacer que los elaborados prostéticos y los numerosos asesinatos parezcan verosímiles, Jackson trabaja por segunda vez con Richard Taylor, eventual presidente de su compañía de efectos especiales, Weta Digital.

Más allá de los avances en el campo de los efectos especiales, es en esta cinta donde empieza la fascinación del director neozelandés con los grandes angulares, los zooms fulminantes, los ángulos múltiples en una sola secuencia, los movimientos frenéticos de cámara y los planos holandeses.

Hay, inclusive, secuencias en The Lord of the Rings que parecen deberle parte de su estilo a Braindead. Basta con ver la secuencia de Lionel y la podadora y, después, observar esta escena de canibalismo entre uruk-hais y orcos, al inicio de The Two Towers. Aunque trabajando con camisa de fuerza, el instinto gore de Jackson sigue presente en The Lord of the Rings, como deja claro ese último –y solitario– intestino que brinca desde adentro de la melé, como un macabro volado.

Hasta este punto, la carrera de Jackson tenía un destino fácil de avizorar. Todo parecía indicar que el extraño neozelandés se quedaría en casa, filmando cintas de terror B, gastando la mitad de su presupuesto en sangre y prostéticos. Fue su siguiente cinta la que verdaderamente llamó la atención de los grandes estudios de Hollywood, y la que demostró que había espacio para más que vísceras dentro de la sensibilidad de Jackson. La película en cuestión fue Heavenly Creatures, protagonizada por la primeriza Kate Winslet, y Melanie Lynskey.

La cinta cuenta la (verdadera) historia de la amistad entre dos adolescentes, Juliet (Winslet) y Pauline (Lynskey), que en 1954 asesinaron a la madre de Pauline en los alrededores de Christchurch, la ciudad más grande de la isla del sur de Nueva Zelandia. El guión, escrito por Jackson y Walsh (quien convenció a su pareja de dirigir la historia), incluye elementos del universo fantástico y personal de ambas chicas: el mágico reino que inventan, las estrellas de cine que cobran vida para atemorizarlas, las gigantescas figuras de barro que habitan su castillo ilusorio. La narrativa es lineal pero barroca, alternando entre la vida real de Juliet y Pauline (y su incipiente romance) y el mundo que inventan para huir de su realidad. El resultado final es redondo, y Walsh y Jackson fueron recompensados con una sorprendente nominación al Óscar a mejor guión original. No obstante, es aún más sorprendente hallar, dentro de Heavenly Creatures, a un director con un asombroso manejo del lenguaje. Aquí no queda atisbo alguno del cineasta amateur que dirigió Meet the Feebles o Bad Taste. Aquí, Jackson es capaz de manejar una retahíla de temas espinosos, desde el estupro hasta el asesinato, con total elegancia. Heavenly Creatures es, sencillamente, el salto más grande de una cinta a otra que ha dado un cineasta comercial en los últimos treinta años.

Lo único que une a esta última película con las tres que le precedieron es el interés y cuidado con el que Jackson aborda los contados efectos especiales. Al igual que Meet the Feebles, Heavenly Creatures requirió marionetas de gran tamaño que pudieran expresarse con verosimilitud. Las grandes figuras de barro que aquí aparecen son, a su manera, hijas de los muppets sanguinarios de su segunda cinta, y, por lo tanto, fungen como otro vínculo directo con el primer auténtico personaje en tercera dimensión: Gollum.

Heavenly Creatures también marca la primera vez que Jackson utiliza la asombrosa belleza de su país para contar una historia. La historia contiene un breve episodio en una casa de campo, y Jackson aprovecha esta oportunidad para llenar la lente con la campiña neozelandesa, los pastizales cobrizos que abrazan lagos de agua azul turquesa, los viejos muelles de madera, los montes que son tan redondos que parecen hechos a mano.

Jackson comprobó su versatilidad en su siguiente cinta, Forgotten Silver, un mockumentary corto y divertidísimo sobre un ficticio pionero del cine neozelandés. Forgotten Silver empieza con el propio Jackson platicándole a la cámara sobre cómo halló, en un baúl olvidado de su tía, horas y horas de material fílmico de un desconocido cineasta. Las cintas que encuentra detallan la vida y los esfuerzos de Colin McKenzie, un joven neozelandés enamorado del cine. Con la ayuda de diversas entrevistas a prominentes figuras del cine –Sam Neill, Harvey Weinstein, Leonard Maltin–, Jackson y Costa Botes (quién también dirige) urden una elaborada mentira en la que aseguran que fue McKenzie el que inventó el close-up, la fotografía a color, la grabación de audio simultánea a la filmación, el travelling y la edición no lineal (el brinco de una escena a otra, ocurriendo al mismo tiempo pero en diferente lugar). Para convencer al espectador, Jackson manipula el negativo y la exposición, creando una variedad de clips que auténticamente parecen tener casi cien años, al grado de que, cuando fue estrenada en la televisión neozelandesa, sin aviso alguno de que era un mockumentary, miles de personas creyeron que el verdadero padre de la cinematografía no había sido Georges Méliès, ni D. W. Griffith, sino McKenzie.

Forgotten Silver vuelve a dejar patente la obsesión de Jackson por jugar con los límites, capacidades y posibilidades del celuloide. Esta vez no hay marionetas ni figuras de barro: lo que encontramos es a un cineasta que experimenta e inventa su propio medio, y los resultados de esos experimentos pueden verse en prácticamente todas sus películas posteriores: el clip de un viejo programa de noticias en The Frighteners y el repetido uso de un extrañísimo y turbulento ralentí en The Lord of the Rings y en King Kong.

Sin embargo, al igual que Heavenly Creatures, Forgotten Silver luce mucho más por sus ambiciones narrativas que por sus esfuerzos estilísticos. El documental es auténticamente entretenido, y no tiene miedo de tocar terrenos absurdos. Gran parte de la trama se enfoca en una expedición de Jackson y Botes, en la que buscan dar con un monumental y mítico set que, sospechan, quedó extraviado en la inmensidad de la jungla neozelandesa. Ahí, nos cuenta el documental, McKenzie preparaba su más grande obra: una accidentada filmación de Salomé, con él y su esposa (Rosie Cotton, en The Lord of the Rings), como protagonistas. El hallazgo final es una especie de gigantesco templo barroco, sepultado debajo de la maleza y el lodo de la selva. Y ahí, dentro de un cofre, encuentran la cinta perdida de McKenzie. ¿Ridículo? Quizás en manos de otro cineasta.

Desde un punto de vista biográfico, la creación de McKenzie como personaje resulta francamente interesante. Un joven neozelandés, completamente apartado del resto del mundo, que, enamorado de la imagen en movimiento, termina inventando el cine mismo. La vida del personaje de Forgotten Silver no parece tan distinta a la de Jackson: un autodidacta declarado, que aprendió a filmar de la mano de sus propios inventos. Los esfuerzos de McKenzie para filmar Salomé –rodada en diferentes años, azotada por la falta de presupuesto, protagonizada por él mismo– se asemejan enormemente a la filmación de Bad Taste, una cinta que le llevó cuatro años acabar, en la que casi no había dinero y que Jackson protagonizó con dos diferentes papeles. No obstante, más allá de las semejanzas entre Bad Taste y Salomé, la odisea de McKenzie en la jungla neozelandesa resulta una suerte de presagio de lo que Jackson viviría con The Lord of the Rings: un cineasta de cintas menores, con poca experiencia en platós inmensos con un centenar de extras, intentando sortear al voluble clima de Nueva Zelandia, embarcado en un proyecto que aparentemente le queda grande.

Forgotten Silver culmina con la proyección de Salomé, y todos –críticos y cineastas– la aplauden como una obra maestra. Algo similar le ocurriría a Jackson en 2001, con el estreno de The Fellowship of the Ring. A través de McKenzie, el director neozelandés daba indicios de sus metas, aparentemente megalómanas para alguien de su talla.

Después vino The Frighteners, el primer auténtico fracaso en la carrera de Jackson. La película se centra en Frank Bannister (Michael J. Fox), un arquitecto que, tras la muerte de su esposa, cae en la cuenta de que puede establecer contacto con los muertos. A partir de ese momento, Bannister deja su trabajo y decide dedicarse a estafar a la gente de su pueblo: convence a un trío de fantasmas amigos de que se manifiesten en una casa y luego llega él a “deshacerse” del embrujo a cambio de un cheque. Las cosas cambian drásticamente cuando Bannister descubre que el fantasma de un viejo asesino serial –disfrazado de Nazgûl– es el responsable de diversos asesinatos en su pueblo.

Con The Frighteners, Jackson trabajó por primera vez con un gran estudio hollywoodense: Universal Pictures. Los numerosos efectos especiales requeridos para animar y detallar a los fantasmas de la cinta le permitieron expandir su compañía, Weta Digital. Pero esas fueron las únicas buenas noticias. The Frighteners resultó un fracaso estrepitoso con la crítica y con la taquilla. Recaudó apenas lo suficiente para recuperar su presupuesto original de treinta millones de dólares. Comparada con Braindead e, inclusive, Bad Taste, The Frighteners muestra a un director incómodo, inseguro del tono y el estilo que desea imprimirle a su cinta. Por primera vez, Jackson se vio obligado a pretender que las locaciones que escogió en Nueva Zelandia realmente representaban un suburbio norteamericano y, también por vez primera, su elenco estuvo compuesto por actores del otro lado del Pacífico. El resultado es una cinta tibia, que no se decide entre explorar la comicidad de su premisa o ahondar en el terreno macabro del asesino serial y sus múltiples crímenes. Se siente, por momentos, a un director necesitado –pero incapaz– de salpicar la trama con el gore explícito de su período splatter. En retrospectiva, lo único rescatable de The Frighteners es que, nuevamente, Jackson ensaya elementos visuales que llevaría a puerto más adelante en su carrera: los tentáculos dentro de la vorágine de fuego que engullen al asesino serial al final de la cinta son idénticos a los gusanos carnívoros que matan a Lumpy en King Kong, mientras que los propios fantasmas son similares en textura y visualización al ejército fantasmagórico con el que Aragorn gana la batalla en los Campos del Pelennor.

Más allá de eso, la primera colaboración de Jackson con Universal es un producto completamente desechable.

Los siguientes años fueron los más duros en la carrera de Jackson. Debido al estreno de Mighty Joe Young y Godzilla, Universal canceló su proyecto para hacer un remake de su cinta favorita: King Kong. Y, tras ese fracaso, el director neozelandés decidió presentar una elaborada maqueta con la que esperaba convencer a New Line Cinema de invertir en una adaptación de The Lord of the Rings. Y, contra todo pronóstico, New Line no solo aceptó su proyecto sino que le pidió filmar una trilogía en vez de dos cintas, como Jackson había planeado originalmente, pensando que jamás aprobarían presupuesto para más de un par de películas.

El resultado es la trilogía de fantasía más exitosa de la historia después de la original de Star Wars: una fastuosa producción de casi 300 millones de dólares, sin precedentes en la cinematografía reciente, en la que Jackson filmó por catorce meses ininterrumpidos y editó tres cintas por casi cuatro años. The Lord of the Rings ganó 17 Óscares, recaudando casi tres billones de dólares en la taquilla mundial y convirtió a Jackson en uno de los hombres más ricos del mundo, con una fortuna que se acerca al medio billón de dólares. La trilogía provocó asimismo un auge en la industria turística neozelandesa: millones de visitantes de todo el mundo emprendieron el viaje para conocer la Tierra Media. Entre sus muchos logros, The Lord of the Rings presentó al primer personaje de carne y hueso, con diálogo, creado por computadora, y disparó la carrera de una decena de actores, desde Viggo Mortensen hasta Orlando Bloom. No hay mucho que añadir a las virtudes técnicas y formales de la trilogía. En este caso lo interesante es preguntarnos qué le llamó la atención a Jackson: ¿por qué el director de Braindead, Heavenly Creatures y Forgotten Silver decidió entregar ocho años de su vida a este proyecto?

Como quedó claro en aquella transmisión del Óscar en 2004 cuando The Return of the King arrasó con todos los premios de la Academia, The Lord of the Rings es un producto neozelandés: hecho, en su mayoría, por neozelandeses, filmado en aquellas islas y dirigido por un wellingtonian. No solo su manufactura es neozelandesa sino su idiosincrasia, y es preciso observar a aquel lejano país con detenimiento para comprender el cuidado y cariño con el que Jackson filmó las películas. La trilogía de Tolkien es una de las obras literarias más interpretadas del siglo xx. La gran mayoría de estas interpretaciones gravitan en torno al viaje de Frodo y Sam –y la guerra del anillo– como una parábola de las propias experiencias de Tolkien como oficial en la Primera Guerra Mundial. Tolkien mismo rechazó estas teorías en repetidas ocasiones, asegurándoles a sus lectores que dentro de su obra no había el más mínimo interés de establecer una parábola con el mundo real. Sin embargo, aquí, como en muchos otros casos, la opinión del autor es irrelevante. En gran medida, uno escribe lo que le dicta el inconsciente. El autor escribe la obra, pero no está enterado de lo que la obra dice de él, tanto como un paciente en terapia revela aspectos desconocidos de su personalidad a través de lo que platica. Es posible que Tolkien haya hablado de la Primera Guerra Mundial sin siquiera pretenderlo (tal y como es posible que Jackson se haya visto proyectado en McKenzie sin saberlo). Por tanto, The Lord of the Rings es el estudio de una relación entre dos hombres de diferente clase social (Frodo y Sam), enmarcado por una historia de guerra. Es verdad que el texto de Tolkien parece estar más preocupado por sus propios juegos lingüísticos que por urdir una historia trepidante, pero, de cualquier manera, sus fascinaciones y demonios quedan claramente expuestos en las páginas de su obra. Más allá del invento del idioma de los elfos y los enanos, más allá del cuidado en el lenguaje, la trilogía de Tolkien muestra a un autor con un ojo preciso y delicado para describir los entornos naturales de su mundo fantástico. En cada capítulo el lector halla larguísimas descripciones del paisaje con el que se topan los personajes: los campos de Ithilien donde “mists shimmered in the great vale below: a wide gulf of silver fume, beneath which rolled the cool night-waters of the Anduin river”; Minas Morgul, “paler indeed than the moon ailing in some slow eclipse was the light of it now, wavering and blowing like a noisome exhalation of decay, a corpse-light, a light that illuminated nothing”; la vista desde los Barrow-Downs, “Northward the land ran away in flats and swellings of grey and green and pale earth colours, until it faded into a featureless and shadowy distance”. Torvos, macabros o simplemente hermosos, los paisajes que describe Tolkien son un personaje esencial en sus libros. La descripción de Minas Morgul –morada del Witch-king of Angmar, líder de los Nazgûl– antes joya del imperio de Gondor y ahora azotada por la plaga de Sauron, presagia un mundo arrasado por los orcos de Mordor, mientras que, por su parte, las líneas sobre Ithilien describen la tierra, virginal y pura, que Sauron aún desconoce. Nueva Zelandia, bastión de belleza natural, país de cuatro millones de habitantes con mayor superficie que Gran Bretaña, no es la Tierra Media porque Jackson así lo decretó. Simplemente es la Tierra Media: el lado bucólico de las descripciones de Tolkien, la comarca agricultora, el mundo antes de Mordor. La gran mayoría de la industria turística neozelandesa está anclada a la gigantesca e indescriptible reserva natural al oeste de la isla del sur, a sus lagos glaciares, a la belleza de sus Alpes. Un viaje en coche de Queenstown a Mt. Cook o a Milford Sound constata lo anterior. No se ve una sola fábrica, no hay una sola carretera que tenga más de dos carriles: solo granjas silenciosas en las faldas de los montes, rodeadas de ovejas que se escabullen de los automóviles como si hubieran visto a un monstruo. Frodo es como esas ovejas cuando se asoma al espejo de Galadriel y obtiene un amenazante vistazo al futuro de The Shire si fracasa en su empresa. Ve horrorizado como los orcos transforman los plantíos de su campiña en cimientos para engranajes que vomitan humo y fuego. A través de su trilogía, Jackson, que en otras dos ocasiones había imaginado elementos extranjeros destrozando Nueva Zelandia (en Braindead y Bad Taste), defiende la pureza natural de su patria (promocionándola paradójicamente y convirtiendo esos lugares prístinos en focos de turismo). Basta ver la muerte de Saruman –quien en la primera cinta derrumba un bosque entero y contiene un río creando un hogar subterráneo para los uruk-hais– para entender esta venganza. En la edición extendida de The Return of the King, el viejo hechicero blanco tiene un destino distinto al que Tolkien pensó para él: empalado en el pico filoso de uno de sus engranajes metálicos, víctima de la “industria” que él mismo construyó.

The Lord of the Rings es, además, una interesante adaptación. Como guionistas –trabajando con el material de un tercero o con temas originales– Jackson y Walsh tienen igual número de méritos y carencias. Entre estas últimas destaca su reticencia frente a la tijera: tanto King Kong como The Lord of the Rings y The Lovely Bones son cintas a las que les sobran tramas. Jackson tenía el pretexto perfecto en la trilogía de Tolkien para filmar e incluir lo que quisiera en el corte final: los libros eran parte del patrimonio literario del mundo y, por lo tanto, debían ser respetados. Con King Kong y The Lovely Bones no hubo justificación alguna. Kong, en particular, tiene una longitud casi absurda.

En suma, Jackson y Walsh fracasan como guionistas que saben comprimir el material original. No obstante, una de las grandes virtudes que pasan inadvertidas del guión de The Lord of the Rings es la manera en la que ambos escritores (junto con Philippa Boyens, la tercera guionista) convirtieron un texto dramáticamente tibio, que se lee despacio, en una obra de nueve horas que, una vez que arranca, no se detiene para respirar. Más que ser un trabajo de ajuste, el esfuerzo de Jackson, Walsh y Boyens es combustión pura. Con leer los libros lo entendemos. El trío de neozelandeses invierte secuencias, pospone escenas para redondear la narrativa y amalgama instantes para incluir la mayor cantidad posible de diálogos y personajes tolkienianos. El mejor ejemplo es la subtrama en la que Elrond le entrega la espada de Elendil a Aragorn. En el libro, la escena culminante se lleva a cabo a la mitad de The Fellowship of the Ring. Es decir, Aragorn acepta su destino de inmediato. La película, sin embargo, necesitaba a un personaje ambivalente con la naturaleza de sus obligaciones y su linaje. Cuando Elrond le lleva la espada a Aragorn, pasada la mitad de la tercera cinta, el espectador entiende que Strider se ha convertido en rey; es ese el momento en el que acepta su destino. Si la secuencia se llevara a cabo en The Fellowship of the Ring, si la narrativa hubiese sido completamente fiel al libro de Tolkien, el arco dramático del personaje de Aragorn se habría cumplido a la hora y media de película.

The Lord of the Rings embrida y a la vez encauza las viejas pasiones de Jackson. Su amor por el gore y lo grotesco, por ejemplo, queda patente en varias secuencias. La mejor de ellas es, quizás, el nacimiento del uruk-hai, una suerte de golem escupido por la tierra dentro de una placenta lodosa. También son memorables las cabezas de soldados que el ejército de Sauron catapulta durante la batalla climática de The Return of the King y, claro, el diseño de muchos de los orcos, desde aquel que parece una “gigantesca patata” (como lo describió The New Yorker) hasta esa cruza de la mosca de Cronenberg con los goblins de The Neverending Story que intenta robarle el anillo a Frodo dentro de Cirith Ungol.

Todos esos instantes comprueban que hay algo del director de Bad Taste dentro de la trilogía: aunque Jackson cuenta con un presupuesto enorme y colabora con un estudio hollywoodense, The Lord of the Rings sigue siendo un producto hecho en casa. Para Bad Taste, Jackson usó el horno de su madre para preparar los prostéticos que utilizaría en su cinta. En The Lord of the Rings simplemente usa un horno mucho más grande (y, esta vez, propio): Weta Digital. Pero nada se manda a hacer fuera; nada, más que el talento actoral, se importa. Jackson expande el lienzo, pero mantiene la esencia. Aquí –y en King Kong– sigue siendo un artista anclado en su patria, produciendo cine que sutilmente refleja la naturaleza de Nueva Zelandia: el cineasta local más grande del mundo.

Es prácticamente imposible toparse con una entrevista a Jackson en la web y no recibir la siguiente información: el joven Peter decidió ser cineasta cuando era niño, después de ver la primera versión de King Kong en su casa. La fascinación resultó pertinaz. Desde antes de que Bob Shaye y New Line Cinema le dieran luz verde a su proyecto de The Lord of the Rings, Jackson preparaba un segundo remake del mono más famoso del séptimo arte (el primero es de 1976, estelarizado por Jeff Bridges y Jessica Lange). Cuando ese proyecto se derrumbó, Jackson decidió entregarse de lleno a la trilogía de Tolkien, pero Kong es su primera obsesión, su cinta soñada.

Después del éxito arrollador de The Lord of the Rings, Jackson podría haberse apropiado de cualquier franquicia, cualquier cinta que quisiera. En su primera entrevista con Charlie Rose declaró que, después del estreno de The Return of the King, se dedicaría de lleno a dramas íntimos como Heavenly Creatures, pero la figura mítica de su infancia, y la posibilidad de volver a llevarla a la pantalla grande, fueron imposibles de sacudir. Armado con un presupuesto colosal y con el cheque más abultado en la historia del cine, Jackson concatenó la posproducción de The Lord of the Rings con la preproducción de King Kong.

Quizás porque Kong contiene un elemento biográfico crucial, el remake de Jackson es, por mucho, la cinta que habla más de él: de sus deficiencias y excesos, de sus inquietudes y aciertos. King Kong es una película que se siente mucho más personal que todas las que le precedieron, y es palpable la mano de un director que está demasiado enamorado de su material como para cortarlo, editarlo o comprimirlo. El resultado es un filme de casi tres horas, dividido limpiamente en tres actos (Nueva York y el barco; la isla; Nueva York de nuevo), que es, al mismo tiempo, la obra de un creador con demasiado dinero y poder en los bolsillos, y de un artista que genuinamente cree en el impacto emocional de la historia que ha decidido volver a contar.

La primera King Kong es un clásico del cine en blanco y negro, un hito en la historia de los efectos especiales y, hasta la fecha, una cinta particularmente entretenida (a pesar de sus innegables connotaciones racistas). Merian C. Cooper creó una de las primeras auténticas obras de fantasía en el séptimo arte, llevando al espectador a una isla olvidada por el tiempo y la evolución, en la que aún habitan dinosaurios y criaturas monstruosas. Más allá de eso, King Kong juega con simbolismos interesantes: la similitud entre las serpientes que atacan a Kong y el tren elevado que el gran gorila destroza en Nueva York, por ejemplo. Pero es una cinta que explora con tibieza el argumento de su premisa: la irrupción del ser humano en un ecosistema puro, la confusión de una bestia primitiva perdida en una jungla urbana y, sobre todo, la crueldad innata del ser humano. Jackson toma todos esos elementos –latentes en la cinta de Cooper– y los ensancha. Su primer –e inteligente– paso es abordar a Kong como un personaje de carne y hueso. ¿Cómo vive?, ¿cuál es su situación dentro de la isla?, ¿qué edad tiene?, ¿cuál es su personalidad? El mayor logro de la cinta es que, tal y como es interpretado por Andy Serkis (el genio detrás de Gollum, que pasó meses conviviendo con gorilas para este papel), Kong es un auténtico personaje tridimensional: el último de su especie, un macho alfa con el rostro curtido por decenas de batallas, asediado por la inclemencia de su propio hábitat y que, de manera conmovedora, duerme a escasos metros de donde yacen los restos de su familia. Sin embargo, Jackson no se detuvo ahí. Con ayuda de Richard Taylor y el personal de Weta, el neozelandés inventó una historia entera para Skull Island, intentando darle verosimilitud a un lugar que no tendría cabida en el mundo real. La mitología de la isla está descrita en todos los libros que detallan la producción de King Kong: una suerte de Atlántida del Pacífico sur que fue colonizada por una avanzadísima civilización. Cuando llega Carl Denham con su equipo de filmación, solo quedan ruinas de lo que estos primeros colonos construyeron: la muralla que mantiene a Kong dentro del perímetro interior, las inmensas cabezas de roca que se asoman desde el fondo del mar y uno que otro templo, perdido en la inmensidad de la jungla. La explicación que da Taylor para la desaparición de esta raza en el libro The Making of King Kong es que, en algún siglo anterior al xx, parte de la muralla se derrumbó, dándole entrada inmediata a las decenas de criaturas monstruosas que habitaban del otro lado. Aparentemente, la propia isla había comenzado a desaparecer, víctima de numerosas actividades sísmicas. Cien años antes de la llegada de Denham, Skull Island vuelve a ser colonizada por los aborígenes que vemos en pantalla: un grupo de sabiduría limitada, con conocimientos rudimentarios de caza y supervivencia. Son ellos los que dan inicio al rito de ofrecerle una chica al gran gorila. Mientras tanto, la isla sigue desapareciendo y empujando a todos sus habitantes a vivir cada vez más cerca unos de otros. Es esto, según la historia oficial, lo que empuja a la especie de Kong al borde de la extinción: la cercanía con los despiadados dinosaurios y alimañas. Si quitamos el factor del hundimiento de Skull Island, la historia de la isla se asemeja, en cierta medida, a la historia de Nueva Zelandia: un país que fue primero colonizado por los maoríes y, siglos después, por los europeos. Y tal y como la historia ficticia de Skull Island desprecia a los segundos inquilinos, pero admira a los primeros, Nueva Zelandia es, quizás más que ningún otro país en el mundo, una nación orgullosa de su pasado nativo. A pesar de que los maoríes solo conforman poco más del diez por ciento de la población, los idiomas oficiales del país son el inglés y el maorí, y –aunque prácticamente no hay un solo maorí que no hable inglés– todos los letreros y señalamientos en Nueva Zelandia están en los dos idiomas. El museo principal de Wellington se llama Te Papa (“La Tierra”) y el nombre oficial del país es Nueva Zelandia/Aotearoa (“La larga nube blanca”, su nombre en maorí). Por otra parte, la llegada del ser humano en Skull Island y la consecuente destrucción de gigantescas especies es, también, un elemento de la mitología neozelandesa. Antes de la llegada de los maoríes, ambas islas habían sido hogar de un proceso evolutivo llamado island gigantism en el que diversas especies, aisladas del mundo exterior, crecen hasta alcanzar proporciones descomunales. Este fue el caso del águila de Haast y la moa: dos aves que, de existir ahora, serían las más grandes del planeta. Ambas fueron exterminadas por los seres humanos, tal y como Kong, finalmente, muere por culpa de nosotros. Inclusive hay una escena, que no aparece en el corte final de la cinta, en la que Denham y su equipo matan, sin querer, a un ave bípeda y prehistórica, similar a una moa.

Los paralelos son producto del remake de Jackson. La cinta de Cooper no habla en ningún momento del pasado de los aborígenes que aparecen en la isla. Lo cierto es que King Kong (2005) es una cinta que habla sobre un grupo de seres humanos transgresores, que invaden la naturaleza prístina de la isla, matando todo lo que ven sin importarles qué es (a menos de que se trate de Kong, al que raptan, desvirtúan y presentan como trofeo en una sala de teatro en Nueva York). Salvo en el caso de Ann Darrow, la tripulación del Venture, y Denham específicamente, continúan con el rol que Saruman jugó en The Lord of the Rings: la modernidad que intenta embridar y asfixiar a la naturaleza, hasta que le sale el tiro por la culata. Esta vez, sin embargo, es Kong –y no Denham– el que se desploma a su muerte desde la punta de una torre, como Saruman. En la fantasía, nos dice Jackson, el autor se puede dar el lujo de castigar al villano; en el Nueva York de los treinta, el inocente es el que muere, fotografiado por decenas de lentes voraces, cumpliendo su destino ineluctable en una jungla de concreto que, tal y como aparece en la cinta, guarda similitudes con Skull Island (basta ver el amanecer desde el Empire State Building y el atardecer desde la guarida de Kong; la muerte inminente a manos de esos gigantescos murciélagos rata y los aviones que terminan acabando con su vida).

King Kong podría haber sido la obra maestra de Jackson. Es, sin duda, su filme más íntimo y más conmovedor, pero a la mezcla final le sobran ingredientes. A diferencia de cómo ocurrió en The Lord of the Rings, aquí Jackson no embrida su instinto gore, su proclividad hacia el exceso. La estampida de los brontosaurios es, desde donde se le mire, una exageración: el equivalente jurásico a aquella secuencia en Braindead donde Lionel mata a cuarenta zombis con una podadora. En vez de tener muertos vivientes, aquí Jackson organiza una avalancha de dinosaurios cayendo unos encima de otros, como una gelatina de grasa prehistórica. No hay secuencia en la isla que no sufra de algún exceso: cuando el equipo de Denham cae al abismo, no es sólo un tipo de insecto gigante quien ataca a la tripulación sino veinte o treinta de ellos (el mejor es el gusano dentado que se come a Lumpy, una imagen que viene de The Frighteners); Kong no pelea con uno, ni con dos, sino con tres tiranosaurios al mismo tiempo; a Ann se le suben más bichos al cuerpo que a Kate Capshaw en Indiana Jones and the Temple of Doom. Y eso solo si hablamos de las criaturas y los monstruos. La primera parte –en Nueva York y en el Venture, rumbo a la isla– dura una hora que bien podría haberse reducido a treinta minutos (¿de verdad necesitábamos saber la historia de cada uno de los personajes del barco?) y hay quienes se quejan de que el último trecho de la cinta, de vuelta en Nueva York, contiene instantes que son de una cursilería imperdonable (Kong patinando en hielo, por ejemplo).

Después de King Kong vino The Lovely Bones, y así como con Heavenly Creatures Jackson logró dar el mayor brinco cualitativo entre dos cintas, con esta última hace exactamente lo contrario. Basada en la novela homónima de Alice Sebold, The Lovely Bones cuenta la historia de Susie Salmon, una chica que, tras ser violada y descuartizada por su vecino, observa a su familia desde el cielo. La trama de la novela se divide en Susie siguiendo a su padre (que busca al culpable), a su madre (que se va a una granja, incapaz de digerir la pérdida), a su hermana (que crece en la sombra de su hermana asesinada) y del asesino mismo. La novela se lleva a cabo en un suburbio norteamericano de los setenta y está salpicada con las propias terribles experiencias de la autora, a quien violaron de joven. El libro se sostiene como una aguda observación de un grupo de seres humanos intentando asimilar una pérdida dolorosa. Como trama, la novela simplemente no está hecha para avanzar. A diferencia de otras historias similares (como Ghost), el fantasma de The Lovely Bones apenas si interviene en la vida de los vivos y simplemente se limita a espiarlos, desde el cielo, esperando a que puedan continuar su camino. Es, en ese sentido, una novela meditativa, y, por lo tanto, prácticamente imposible de adaptar para el cine. Quizás influido por el éxito de Heavenly Creatures –otra historia de adolescentes involucradas en un asesinato en la que convergen elementos fantásticos–, Jackson decidió echarse el tiro. El resultado es la peor película de su carrera, aun tomando en cuenta a Bad Taste y Meet the Feebles. Lo impresionante es ver cómo Jackson fracasa en cada arista y cada elemento de su adaptación. Primero intenta convertirla en un thriller, pero no funciona más que como un ejercicio de frustración: Susie es incapaz de decirle a su padre que el asesino vive frente a ellos, incapaz de darle claves a la policía, incapaz de señalar al hombre que le quitó la vida. Lo que nos queda es ver a Mark Wahlberg (demasiado joven para ser padre de una niña adolescente) intentando culpar a Stanley Tucci sin pruebas de por medio.

Después, Jackson crea el cielo de Susie, y aquí es donde fracasa de manera más escandalosa. El limbo en el que vive su protagonista es, por momentos, como vivir dentro de un algodón de dulce bajo los efectos del lsd; cuando la trama visita zonas macabras, el cielo se encapota, sopla el viento cargado de ceniza sacudiendo los árboles y, sorpresa, el gazebo desde el que Susie observa a la tierra se desmorona sin previo aviso. No hay una sola imagen original en el paraíso de Jackson. También hay una historia de amor, pero se pierde entre los pliegues de la cinta: el abandono de la madre, la tibia investigación de la hermana, las amistades de Susie en el cielo, y un largo etcétera. Quizás porque llevaban diez años escribiendo para la Tierra Media y el Nueva York de la Depresión, Jackson, Walsh y Boyens no pueden darle verosimilitud a los diálogos de Sebold. Todos los personajes suenan como si vinieran directo de una telenovela, salvo Susan Sarandon, que no da una en el papel del obligatorio comic relief de la cinta.

La pregunta pertinente es, ¿de dónde viene –cómo se explica– esta cinta?, ¿cómo Jackson, un cineasta en la cima de sus capacidades técnicas, pudo dirigir una película tan mediocre, tan incoherente? La respuesta está, de nuevo, en su patria. The Lovely Bones fue la primera vez que Jackson dirigió lejos de Nueva Zelandia (en Pennsylvania) y la segunda vez, junto con The Frighteners, que tuvo la tarea de recrear un suburbio norteamericano. La incomodidad es palpable. El director no puede darle verosimilitud a un entorno que nunca conoció, por más que intente saturarlo con vestuarios y props de la época. Como novela, The Lovely Bones es, también, un elegante estudio de los suburbios norteamericanos: un mundo que Jackson, a pesar de haber nacido en el pequeño pueblo de Pukerua Bay a las afueras de Wellington, no puede conocer a fondo. Más allá de cómo fracasa a la hora de retratar el suburbio, es difícil creerle a Jackson que la historia le llame la atención por sí sola y no por su pedigrí literario, su peso como propiedad hollywoodense (Spielberg y Luc Besson habían expresado interés por adquirir los derechos antes que el neozelandés). No hay nada que vincule esta historia con sus viejos intereses. A diferencia de Heavenly Creatures, The Lovely Bones no es una historia neozelandesa y los elementos potencialmente grotescos del libro (donde la violación de Susie es explícita, casi insoportable) solo se sugieren en la cinta porque Jackson mismo declaró, como recoge imdb, que una cosa es mostrar a alienígenas y muppets (y orcos) siendo destazados y otra, muy distinta, es ver a una chica de trece años siendo ultrajada. La propia creación del cielo es la culminación de todos los excesos que ya se podían intuir desde el barroco diseño de Skull Island, una isla a la que solo le faltó tener a Godzilla y al monstruo de Cloverfield para convertirse en el nido de todas las criaturas monstruosas del cine. Una y otra vez vemos en The Lovely Bones a un director incapaz de conectar con el material en pantalla, incapaz de contener y moldear interpretaciones orgánicas con la trama (Stanley Tucci parece sacado de una cinta de terror, Wahlberg de María Mercedes); incapaz, inclusive, de responder la pregunta más elemental con respecto a su cinta: ¿de qué trata?, ¿qué está queriendo decirnos?

Los últimos años en la carrera de Jackson han sido turbulentos. Después de recibir la luz verde para la filmación de The Hobbit, el neozelandés tuvo un momento inspirado: escogió a Guillermo del Toro para dirigir el adorado libro de Tolkien. En ese tiempo fungió como productor en la primera entrega de Tin-Tin, dirigida por Steven Spielberg, y, aunque se rumoró que él dirigiría la segunda parte, Jackson lo negó. La preproducción de The Hobbit duró muchísimo más de lo planeado debido a un conflicto difícil de explicar (y entender) entre distribuidoras y los dueños de los derechos, sobre todo mgm, que estaba prácticamente en bancarrota. La extendida preproducción cobró una dolorosa víctima. Hace menos de un año, Guillermo del Toro anunció que dejaba The Hobbit para dedicarse a otros proyectos. La silla del director quedó vacía. Se dijo que Neill Blomkamp, el joven cineasta detrás de Sector 9, estaría detrás de cámaras. Nada se confirmó. Finalmente, Jackson anunció que él mismo dirigiría las dos cintas de The Hobbit.

La decisión es sorpresiva porque Jackson declaró, en varias ocasiones, que no deseaba volver a la Tierra Media. El fracaso de The Lovely Bones pudo haber contribuido a su decisión, como un intento por volver a sentarse en el trono que ocupó después del éxito arrollador de The Lord of the Rings. Lo cierto es que la filmación comenzó el 21 de marzo de este año y que ambas cintas (tituladas An Unexpected Journey y There And Back Again) tienen ya fecha de estreno, en el 2012 y el 2013, respectivamente.

Los primeros video blogs de las cintas, protagonizados por Jackson, se pueden ver en línea. En ellos, Jackson, delgadísimo y sin lentes desde la filmación de King Kong, es nuestro guía de turistas alrededor del set. Su físico y su actitud han cambiado desde aquella aparición, hace más de veinte años, en el detrás de cámaras de Bad Taste. La extraña autoridad y el afán de protagonismo siguen presentes (¿por qué no poner a uno de los hobbits como guía?), pero es el espíritu lúdico –ese que hizo que su pequeña cinta de horror neozelandesa se vendiera a más de diez países– el que ahora parece un disfraz. Jackson intenta ser un niño que camina azorado dentro de la cueva de Gollum, intenta bromear con la cámara e imprimirle espontaneidad al procedimiento, pero el video entero, desde los sets hasta nuestro guía, se siente tan artificial como una estrategia de mercadotecnia.

El mundo entero se enamoró de The Lord of the Rings porque, como dejaban claro sus numerosos “detrás de cámaras”, la propia cinta era una labor de amor: un gigantesco producto de importación, hecho a mano, con el cuidado de un orfebre. Era la fábula de Frodo, el pequeño hobbit que debe contener la tentación del anillo, destruirlo y salvar al mundo, pero también era la fábula de Peter Jackson, aquel gordito neozelandés autodidacta –nacido en un lugar que “más que un pequeño país es una gran aldea”– que amaba tanto al cine que terminó inventándolo, a cargo de la mayor filmación en la historia. Después de King Kong –filmada, escrita y editada como si fuera la última película que haría–, ¿qué le queda a Jackson? Su fracaso con una historia ajena a su sensibilidad y su regreso a un set que juró no volver a visitar hablan, quizás, de un director que ha explorado lo que tiene que explorar; un auteur –sui géneris, pero auteur al fin y al cabo– que no puede apropiarse de material ajeno si no conecta con sus muy particulares intereses. Ron Howard es capaz de dirigir Splash, El Código da Vinci y Apolo 13 con solvencia porque todo le llama la atención, pero nada lo obsesiona, nada le fascina. Jackson jamás podría dedicar su imaginación a un proyecto que estuviera lejos de su esencia, de ciertas características de su idiosincrasia y de sus precoces visitas al mundo del gore. What Lies Beneath, por ejemplo, podría haber sido dirigida por cualquier director además de Robert Zemeckis. The Lord of the Rings no podría haber sido dirigida por nadie que no fuera Jackson. Zemeckis, Howard, e inclusive Spielberg, son intérpretes de cuentos ajenos: el equivalente cinematográfico de esos cantantes que no escriben sus canciones. Jackson forma parte de un grupo que incluye a James Cameron: artistas que, inclusive cuando adaptan obras de otros, filtran el contenido a través de sus manías y temas recurrentes.

La propia estrategia de marketing alrededor de King Kong y The Hobbit parece cínica en comparación con el silencio y misterio que rodeaban a las tres entregas de la trilogía hace más de diez años. Antes del estreno de The Fellowship of the Ring salió un tráiler y unos cuantos desplegados en revistas. Ahora, Jackson pretende llevarnos de la mano a través de toda la filmación, en un comportamiento que resulta francamente extraño viniendo de un director que, en dos entrevistas con Charlie Rose, alabó la capacidad del cine para transportarnos a una realidad desconocida, a un mundo de ensueño. Jackson, ahora, decanta ese elemento fantástico y nos lo entrega, como un mago que antes de su espectáculo se sienta con la audiencia a explicarle sus trucos.

En el detrás de cámaras de The Return of the King hay una breve escena en la que, tras pedirle a Elijah Wood que repita la misma, inocua, escena treinta veces, Jackson rompe en llanto y abraza a su actor principal. Es un instante entrañable: el fin de la fábula, un hombre despidiéndose del universo fantástico al que admirablemente aterrizó en pantalla. Le creemos a Jackson. Creemos, pues, que le duele despedirse de algo que ha estado tanto tiempo en su vida, que significa tanto para él, que prácticamente es real y palpable. Ese momento nos remite a otro, de ese primer video blog de The Hobbit, cuando Jackson recoge, dentro de la cueva de Gollum, una extremidad del cadáver de algún orco. Jackson actúa y, pretendiendo asustarse, suelta la mano plástica. “Looks rather creepy, doesn’t it?”, dice, con su espeso acento neozelandés. Sí, sin duda. Aunque no es el brazo desmembrado el que perturba.

 

Read Full Post »

Mientras en México agarramos al “JJ”, al “Cuñado”, al “Indio” y al “Grande”, la primera plana de The Southland Times, un periódico de Queenstown y Otago en Nueva Zelandia, advierte de la amenaza de que, con las lluvias de fin de año, suban los niveles de los lagos. Mientras en México nos ocupamos de secuestros, atracos, decapitados, pozoleados, la primera plana del Southland Times avisa que un helicóptero rescató a un hombre de un crucero por el Lago Te Anau después de que este presentara “algún tipo de problema médico”. Mientras en México seguimos la historia de Kalimba y su cadera inquieta, de los diputados y sus carteras hinchadas con dinero del erario, la primera plana del Southland Times reporta que el restaurante Skyline –en uno de los puntos más altos de Queenstown- tuvo que ser evacuado por un apagón. Mientras en México le pedimos “No más sangre” a quién sabe quien, en Nueva Zelandia, en año nuevo, le preguntan a una veintena de personas qué esperan del 2011 (más trabajo, dicen algunos; salud para mi familia, dicen otros). Mientras nuestros periódicos se ocupan de “anomalías financieras”, de la presencia de los ubicuos Zetas, de plagios y balaceras, los periódicos en Nueva Zelandia hablan de reencuentros entre perros chihuahua y sus dueños, de problemas en las cosechas de papa y de uno que otro choque en la carretera.

Read Full Post »

Hay varias, varias, varias cosas que no entiendo. No, no entiendo qué diablos hizo que la bolsa se desplomara, a pesar de que me lo han explicado diez veces. No entiendo a las familias que, en el siglo XXI, tienen cuatro hijos o más. No entiendo qué le ven los críticos a las películas de Clint Eastwood, ni a Sean Penn. Tampoco entiendo a los radicales, de ningún tipo.

Pero lo que menos entiendo es de dónde diablos viene esta manía que tienen los seres humanos de auto definirse. Sí, saben a lo que me refiero. Estás cenando con alguien que apenas conoces y, en vez de dejarte conocerlo(a), el personaje insiste en decirte cómo es. “Bueno, Daniel, soy una persona complicada”, “Soy muy honesto, nunca miento y me llevo bien con todo mundo”, “soy aventurera, divertida e inteligente”.

Parecerá una actitud amarga de mi parte. Sin embargo, sé por qué me molesta y creo que es lógico. Las palabras usadas para describirnos son palabras gastadas. No valen un centavo. Las palabras, cuando describen algo que no está a la vista, no tienen valor alguno, porque no tienen referente tangible. Si alguien que jamás ha ido a Nueva Zelanda me pregunta cómo es, yo (que jamás he ido) puedo mentirle e inventarle que Nueva Zelanda es gélido todo el año, que está lleno de pingüinos, que todos los neozelandeses son pelirrojos y que los ancianos son obligados a andar en camello por las calles. Y mi interlocutor no tendrá cómo rebatir mi observación. ¿Parece ridículo? Pues definirnos a nosotros mismos es exactamente lo mismo.

Si alguien me dice: “Soy valiente y simpático” ¿Qué valor tiene si yo no puedo constatar la valentía y/o simpatía de mi interlocutor? Que diga misa. Yo puedo decir que soy generoso y amable con los niños y después puedo caminar a mi casa, negarle una limosna a un pordiosero y escupirle a un recién nacido mientras su madre está distraída pagándole a un taxista.

Me parece, pues, que con los seres humanos valen más los actos que las palabras (sobre todo al principio de las relaciones). Que nadie me hable de que es chistoso. Que me cuente un chiste y ya juzgaré yo si lo considero o no chistoso. Ve lo que haces y no lo que dices.

En cuanto a palabras se refieren, lo que cuenta esas primeras veces son –me temo- nuestros gustos y preferencias. Es difícil que alguien diga que le gusta Transformers si la odia. Y, en todo caso, cachar la mentira en esta fase es muy sencillo. Supongamos: alguien dice que le gusta Lou Reed o Aphex Twin (ah, cuántas veces lo he oído) para hacerse el interesante. Lo único que se debe hacer para cachar la mentira es preguntar: ¿qué canción te gusta más?

Y para acabar: lo que más me molesta es que, por lo menos para mí, lo agradable de conocer a nuevas personas es descubrir que traen dentro. Por lo tanto: aunque digan la verdad, no puedo dejar de pensar que están haciendo mi trabajo. Me están diciendo qué hay en Nueva Zelanda justo antes de que el avión aterrice. En el mejor de los casos, me están predisponiendo. Y, ¿cuál es el chiste de viajar si no descubres, no investigas?

Read Full Post »