Con la mayoría de los cineastas anglosajones, la norma parece ser que con la edad sus películas pierden vigencia. A algunos les toma años, a otros un par de películas. Basta pensar en Martin Scorsese. The Departed está bien hecha, pero por más que quiere, la película no deja de ser, solamente, palomera y entretenida. Scorsese parece tener poco qué decir y se refleja en su cine. ¿Dónde quedó la fuerza de Taxi Driver, de Raging Bull y de la relativamente más reciente Goodfellas? Lo mismo ocurre, por ejemplo, con Coppola, que no ha podido hacer una sola película del calibre de Apocalypsis Now. Ni qué decir de Sidney Lumet, Terrence Malick o, inclusive, el propio Spielberg, que, como demostró la inefable cuarta entrega de Indiana Jones, ya no divierte ni a niños de cinco años.
Por eso me sorprendió tanto ver, no tanto el renacimiento, sino la primera gran película de Ron Howard, hace apenas dos días. Tras años de oscilar entre cine palomero y bien ejecutado (Parenthood, Splash, The Paper) y películas pseudo-importantes y nice looking (A Beautiful Mind, Cinderella Man, Apollo 13), Howard ha logrado algo que durante veinte años (y un par de óscares) se le había escapado: una auténtica gran película. Y eso es Frost/Nixon.
Basada en la obra homónima de Peter Morgan, Frost/Nixon cuenta la historia de una serie de entrevistas que se llevaron a cabo en la década de los setenta entre Richard Nixon y David Frost, un talk show host inglés. En Broadway, la obra tuvo muchísimo éxito. Con el papel de Nixon, Frank Langella (un gigante del teatro que jamás ha podido hacer el crossover a Hollywood) ganó un Tony y los aplausos unánimes de la crítica. Y la obra en sí es extraordinaria: vertiginosa, profunda, interesante. Dicho lo cual, Frost/Nixon no se puede adaptar fácilmente a la pantalla grande. Para empezar, la puesta en escena requería de muchísima exposición por parte de personajes secundarios (personas allegadas a Frost y a Nixon). Hacer esa transición al cine no era fácil. Lo mismo se puede decir de la naturaleza misma del texto: tal y como fue escrita, Frost/Nixon es íntima, casi minimalista (y lo minimalista rara vez se traduce bien en el cine y menos cuando es llevado al celuloide por la quintaescencia del director hollywoodense –Ron Howard).
Sin embargo, Howard tomó buenas decisiones desde el principio. Aunque los dos actores principales (Langella y Michael Sheen) no eran –ni son- grandes luminarias, el director los mantuvo a bordo. Después contrató a Morgan para que adaptara su propia obra para la pantalla grande, dejando de lado a su frecuente (y menos talentoso) colaborador, Akiva Goldsman. Y, quién sabe cómo, pero el resultado final funciona: los personajes secundarios exponen la trama, pero no incomoda; el drama que se sentía pequeño y adecuado en el teatro se convierte en una auténtica batalla cinematográfica en la que sólo hacen falta guantes de box; y tanto Langella como Sheen adaptan a sus dos personajes para la pantalla grande sin problema alguno.
Podría parecer que Howard le debe este éxito a sus colaboradores. Y aunque hay algo de cierto en eso, su dirección también está a la altura. Atrás quedaron los cortes que inducían epilepsia de Cinderella Man o las actuaciones deslumbrantes pero sin sustancia (Jennifer Connely en A Beautiful Mind). Frost/Nixon es casi impecable en todos sentidos, precisamente porque tiene a un director que, por primera vez, parece estar en su elemento: El Nixon de Langella tiene que ser uno de los personajes más complejos que ha dado el cine norteamericano en una década; Michael Sheen no da un paso en falso al interpretar a un tipo frívolo, ambicioso pero bien intencionado; la fotografía de Salvatore Tottino es íntima sin ser claustrofóbica; la edición ni se siente.
En suma, con Frost/Nixon Ron Howard ha obtenido algo inédito en su carrera: una película cuya hechura impecable no deja de lado la profundidad del tema y de los personajes que retrata. No le van a dar el Óscar, solamente porque la Academia, como el resto del mundo, pensó que jamás haría algo mejor que A Beautiful Mind y le dio un par de estatuillas por ella. Pero, si hubiera justicia, le darían uno a Langella, otro a Peter Morgan y uno, merecido, a Howard, no sólo por su primera gran película sino por romper la larguísima tradición de directores gringos que no envejecen bien como artistas. Enhorabuena.