Recibí la llamada del productor hace un año y medio. Había leído el guión con el que me gradué de la maestría y, tras seis meses de no oír de él, me mandó llamar y, sin rodeos, me ofreció el proyecto. Un guión que intentara abordar la problemática de la migración desde ambos lados de la frontera, que –en 120 minutos- se pusiera en los zapatos de los gringos y los indocumentados, de los minute men y los coyotes, de los Arpaios y las Brewers. Hay que apelar, me dijo, al corazón y a la consciencia del norteamericano, explicarles por qué necesitan al migrante, por qué necesitan nuestra mano de obra barata; esbozar la valía de nuestro ingrediente dentro de su famoso melting pot.
El encargo representaba mi primer trabajo y sueldo como guionista. Quizás pensando que para entender el tema de los migrantes bastaba con leer un par de libros, estreché su mano, acepté la oferta y salí de su oficina brincando de alegría. Un mes más tarde, tras ponerme en contacto con unas cuantos residentes de Tucson, Arizona, compré boleto rumbo a Phoenix, con el afán de adentrarme a ese mundo desconocido.
Esta no es la historia de ese proyecto sino de mi viaje por Arizona, hace dos años, apenas después de que se aprobara la SB 1070. Es la historia de alguien que cree poder conocer lo inabarcable en quince días; alguien que empieza a entender que realmente no entiende nada.
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Como muchas otras ciudades de Estados Unidos, todo Phoenix parece haber sido construido ayer. Iglesias luteranas, iglesias metodistas e iglesias de la cientología, todas ensambladas con piedras tan limpias que parecen de plástico. Centros comerciales con hooters inmensos y prácticamente yermos, restaurantes chicanos que ofrecen nachos y fajitas en sus menús, heladerías pobladas por dependientes somnolientos y cines cuyos pasillos alfombrados están vacíos en las mañanas, las tardes y las noches. El centro de Phoenix, donde queda mi hotel, está infectado de esa grisura intercambiable que tienen las ciudades sin historia. Edificios sin ventanas, enormes centros de convenciones, taxis que transitan por avenidas de amplísimo cauce y uno que otro adolescente chicano en patineta: los ronquidos de una urbe dormida.
Llego al hotel a las doce del día y milagrosamente consigo un cuarto. La conserje –una chica de voz aguda, sonrisa fácil y con el rostro bonito, pero inconsecuente, de tantas norteamericanas- me informa que hay una convención de una empresa farmacéutica y que el hotel está casi lleno. Detrás de mí, grupos de señores y señoras rubios y obesos, con gafetes colgando del pecho, salen del restaurante del hotel con margaritas en vasos desechables. Le pregunto a la conserje dónde puedo rentar un coche y, con el rostro compungido como si estuviera a punto de darme una noticia trágica, me avisa que hace un par de noches hubo una tormenta de granizo, sin precedentes en la historia de Phoenix, y que la mayoría de los automóviles de las agencias quedaron desechos. Una novela de García Márquez en el desierto.
Le pregunto por otras opciones y me da el número de un servicio de camiones entre Phoenix y Tucson que salen del aeropuerto en dirección al campus de la Universidad de Arizona. Cinco minutos después, sobre las sábanas de poliéster de mi colchón inflexible, aparto el último lugar en el primer shuttle de mañana rumbo a Tucson. Afuera escucho una canción que reconozco. Es Luis Miguel, cantando “No sé tú” desde las bocinas mal ecualizadas de un restaurante tex mex.
El resto de la tarde la paso en el mall. Veo una película en un cine vacío, me como una carne en un restaurante vacío, camino por calles baldías en las que cada cuadra mide un kilómetro, lleno una canasta con chocolates y dulces y jugos en un Wallgreens, y después me encierro en mi recámara. Dos capítulos de The Office, una comedia de Jennifer Aniston, quince minutos de una porno, y caigo dormido.
Abordo el shuttle a las diez de la mañana del día siguiente. En la sala de desembarque del aeropuerto, contigua a la parada del autobús, veo latinos esperando a familiares con banderas de rayas y estrellas y pancartas que dicen “Proud to have a marine daughter”. Sus hijos, sobrinos y primos recogen sus maletas, caminan hacia ellos y después sonríen mientras su familia les toma fotos, ellos vestidos con uniformes del ejército que son azules como el color de la alfombra del aeropuerto.
Me acomodo en el último asiento del shuttle junto a un viejo de piel rosácea y antebrazos salpicados de largos y curvos vellos canosos. Los observo por el rabillo del ojo mientras el hombre prende el aire acondicionado y el viento artificial mece el césped ralo sobre su piel, manchada por el sol, llena de pecas y surcos cafés de insuficiencia hepática. Me coloco los audífonos, desabrocho un botón de mi camisa de manga corta, fijo la vista en el valle de Phoenix y el autobús arranca rumbo a Tucson. El camino dura poco menos de tres horas. Procuro no quedarme dormido y así anotar detalles sobre la geografía de Arizona. Aún no he visto nada y, por lo tanto, pienso que cada cosa que veo formará parte de la historia que necesito inventar: esos trenes herrumbrosos tomando el sol sobre los rieles, la vegetación agolpada alrededor de un escueto riachuelo que corre paralelo a la carretera, los holiday inns descollando entre los edificios rasos de puebluchos marrón; un par de outlets, un J.C. Penney, un Applebee´s, una gasolinería. Intento sustraer información de lo que veo, pero nada parece más inhóspito que los paisajes que acompañan otras, aburridas carreteras. No hay señal de un clima brutal, de un desierto inclemente; no hay patrullas fronterizas, ni camiones hacinados de hombres y mujeres que acaban de brincar de México a Estados Unidos. Como primer encuentro con el mundo del migrante, mi primer día afuera del anodino centro de Phoenix me decepciona. Llego a Tucson, a un pintoresco hotel a quince minutos de la Universidad, y comienzo a pensar que mi viaje es una estupidez y que probablemente no halle nada valioso para mi historia. El escritor de escritorio comienza a regañar al escritor viajero. Hubieras cocinado algo frente a tu computadora, cabrón. ¿Qué chingados haces en Tucson? Me pregunto, mientras salgo del hotel en busca de un restaurante, como si esta ciudad de Arizona fuera Chicago o Nueva York. Me tardo –por supuesto- media hora en encontrar un mini-súper en el que compro Reeses Pieces, leches de fresa y jugos de naranja. En el trayecto paso por la peluquería “La Hermosa” mientras me arrulla la marea de los autos que deambulan intermitentemente por las avenidas, cuyo barullo solo contrapuntean los estéreos de algunos coches que escuchan hip hop a decibeles criminales.
Regreso al hotel y me obligo a leer alguno de los libros que pedí por Amazon sobre el tema. Me siento como un fotógrafo de National Geographic, enviado a la jungla para encontrar rastros de una especie en peligro de extinción, y que, tras penetrar en la selva, solo encuentra un miserable indicio del animal que busca. En mi caso, ese indicio es una peluquería, sin clientes, con un letrero adornado con luces neón, titilando en medio de la oscuridad de Tucson.
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A la mañana siguiente me despiertan dos malas noticias. La primera es una llamada de mi contacto en Tucson, un estudiante de doctorado que se llama Luis. Me avisa que estará ocupado la mayor parte del día pero puede pasar por mí, a las ocho, para cenar en el centro de Tucson. La segunda es que se me ocurre preguntar la tarifa de la noche que acabo de pasar dentro del pintoresco hotel, donde, como dice cada brochure y cada menú de alimentos, alguna vez se hospedó Cary Grant. Son trescientos dólares por noche, millas arriba de mi presupuesto diario, y no tengo de otra más que pagarlos y caminar, con mi maleta pesada de libros, hacia un hotel más modesto.
Encuentro -¿qué más?- un discreto Holiday Inn a las afueras del campus, en una esquina entre dos monstruosas avenidas, al lado de un restaurante vietnamita en el que a duras penas caben cinco comensales. Subo a mi recámara, dejo mi maleta y salgo a gastar el tiempo hasta que den las ocho de la noche y Luis pase por mí. No estoy acostumbrado a este tipo de ciudades de edificios romos, en las que casi se puede ver la curvatura de la tierra, donde solo algunas montañas asimétricas interrumpen los atardeceres. Todo parece hecho para que uno se sienta diminuto, para que las horas duren diez veces más de lo normal: las avenidas que no pueden cruzarse sin apretar un botón para pedir el paso, lo pequeño que te sientes al siempre ver donde acaba el horizonte, donde empieza el cielo. Todas las calles son eternas, las cuadras inmensas, los peatones escasean y apenas si oigo conversaciones ajenas. A la partitura de Arizona le faltan instrumentos.
Regreso al hotel a comer Reese´s Pieces, ver la tele y leer sobre migrantes. En CNN hablan de perros callejeros con rabia, de un par de personas que perdieron la vida en una montaña rusa y de otro asesino en el campus de una universidad norteamericana.
Luis y su esposa Seidy pasan por mí a las ocho en punto y de ahí arrancamos rumbo al centro de Tucson, para cenar. Les platico un poco de mi visita, sin mencionar que mi investigación es para un proyecto cinematográfico. Por algún motivo absurdo –quizás porque nunca antes he trabajado con un productor- pienso que cualquier detalle sobre una película en proceso de gestación debe ser resguardado como si formara parte de un archivo secreto del FBI. Les digo que escribiré un reportaje para Letras Libres.
A través de la ventana, sobre las banquetas de Tucson, veo hostales que presumen acceso a HBO.
La conversación fluye durante la cena. Estamos en un restaurante de carne, atendidos por una mesera en minifalda, yo con una corona a medio beber entre las manos, Luis y Seidy revolviendo el azúcar de su té helado con ayuda de un popote rojo. Por fin recibo buenas noticias. Luis tiene que trabajar mañana hasta tarde, pero promete llevarme en dos días al desierto y la frontera. Por lo pronto, me avisa, un profesor suyo me consiguió una entrevista con una chica que trabaja defendiendo los derechos de los indocumentados. Es mañana, en la noche, a unas cuadras de mi hotel.
Salimos con los estómagos llenos a caminar por el centro de Tucson, donde se lleva a cabo una suerte de carnaval. Las calles están atestadas de peatones. Hippies tocan la guitarra sobre camionetas cubiertas de figurines de metal, pegados a la carrocería de su automóvil, mientras viejos con chalecos de mezclilla venden pulseras de cuero, pines con la bandera de Estados Unidos y collares con trozos de plástico que imitan el color de piedras preciosas. Frente a nosotros hay un cine de arte. Del otro lado de la calle, la pared de un edificio está decorada con grafiti. Jóvenes rubios, orientales y negros entran y salen de bares. Familias de latinos caminan por la acera tomadas de las manos. De noche, este melting pot no da la impresión de tener grieta alguna.
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Llego a la entrevista a las ocho en punto, después de pasar una mañana y una tarde entera en la biblioteca de la universidad de Arizona, rentando libros con ayuda de la credencial de Luis y fotocopiando artículos. Más que información, estoy en busca de un punto de vista. No sé qué opino de los migrantes. Siento que no condeno el maltrato como un mexicano debería de condenarlo. Años antes, viviendo en Nueva York, jamás pude dar una opinión concreta cuando el tema salía en una cena entre amigos o en un café. As a Mexican, what do you think about illegal immigrants?
Me encogía de hombros, suficientemente humilde (o ignorante) como para no emitir un juicio sobre un tema que, intuía, era demasiado complejo como para abordarse sin estar debidamente preparado.
Ni siquiera pude dar una opinión en aquellas charlas con el productor cuando me pidió que concordara con él o lo contradijera.
“Sin nosotros,” me dijo, “Estados Unidos se acabaría, cabrón. Sin nuestra mano de obra, cada pinche hamburguesa de McDonald´s costaría el triple y cada chícharo que compran en el súper costaría lo mismo que un aguacate.”
Empujado por la vehemencia de su tono y por la aparente solidez de sus argumentos, asentí. Pero no tenía la menor idea de lo que hablaba. Es más, si alguien me hubiera forzado a ser sincero, quizás me habría puesto del lado de los gringos. Después de todo, a nadie le gusta que otra cultura entre su país, a inflar el welfare . Me apena decirlo, pero veía a los migrantes como invasores.
Las lecturas no me ayudaron a esclarecer mi opinión. Sin saberlo, saqué cinco libros que airadamente defendían a los indocumentados y otros cinco que, con igual pasión, los denostaban. En uno aparecían cifras que echaban por la borda el argumento del alto índice de criminalidad en la población hispana; en el siguiente leí gráficas e ilustraciones que afirmaban todo lo contrario. En uno aseguraban que los indocumentados son cruciales para la economía norteamericana y en otro pretendían comprobar que, en realidad, los mexicanos solo servíamos para hurtar puestos que los norteamericanos –y, en particular, los afroamericanos- gustosamente tomarían. Y así, más confundido que informado, entro por el portón de metal, con grabadora en mano, para entrevistar a Violeta Domínguez, dentro de una sala de juntas vacía, acompañados por una cafetera y una vieja impresora.
Me cercioro de que mi grabadora esté funcionando mientras Violeta se recarga en su silla, con ambas manos reposando sobre su prominente barriga. Está embarazada, pero el cansancio que percibo en ella no parece provenir del embarazo sino de un rincón más profundo, acaso oculto para mí. Pienso que quizás habría sido mejor entrevistarla en la mañana y no después de una larga jornada de trabajo. Aunque durante toda la entrevista se muestra abierta a responder mis preguntas de manera cordial, en ningún momento la siento recorrer temas nuevos, como si lo que me confía fuera parte de un discurso que ha tenido que decir cada mañana durante años. Es ella la primera en hablarme del Streamline Procedure que ocurre prácticamente todos los días en la corte de Tucson, donde un proceso legal de menos de una hora concluye con la deportación de decenas de indocumentados: una nueva política del estado de Arizona en el que, detrás de una ilegalidad apenas velada, los migrantes “firman una salida voluntaria y van de regreso a la frontera, casi en fila india. Y una vez que eso pasa, el indocumentado que ha pasado por este proceso no puede volver a Estados Unidos, ni hacerse residente, ni arreglar ninguna situación migratoria”. Violeta afirma que el “show” del Streamline, en el que un juicio de deportación que debería tardar días o semanas se comprime en una salida express (el MacDonalds de la deportación), obedece a otra arista, pocas veces analizada, del problema migratorio: los negocios que se erigen alrededor de los indocumentados. Los abogados que ganan dinero por representar con displicencia a setenta “clientes” que no hablan su idioma, los camiones encargados de la propia deportación y la seguridad fronteriza, en cuya tecnología se invierte muchísimo dinero, y que corre a cargo de “las mismas compañías de guerra que tuvieron las manos metidas en Iraq y Afganistán”. Tecnología que, como me explica Violeta mientras se sirve otro café, es carísima y que, por supuesto, no funciona para detener el flujo de los ilegales.
“No les digas ilegales,” me pide Violeta. “Son indocumentados. No existen seres humanos ilegales.”
A lo largo de la entrevista Violeta funge como mi propio Immigrants for Dummies, esbozando, con peras y manzanas, muchos de los conceptos que leí en libros –y que le escuché al productor- sin poder entenderlos plenamente. Me habla de cómo el TLC favoreció a los mercados norteamericanos: el maíz nacional perdió fuerza al no poder competir con el subsidiado, y por lo tanto barato, maíz estadunidense, dejando sin empleo a cientos de miles de trabajadores agrícolas mexicanos. Por primera vez entiendo que el costo de la mano de obra –lo que se le paga al trabajador que pizca la papa y la sandía- entra en el precio del producto final, y que el trabajador mexicano, al cobrar cantidades ínfimas, mantiene abajo los costos de la gran mayoría de los productos que se venden y se compran en Estados Unidos. Dicho de otra manera, una orden de papas en Burger King costaría más si al que cosechó la papa en Missouri o Louisiana se le pagara el sueldo que legalmente merece. El mismo principio explica la fuerza del mercado chino, país que paga sueldos magros a cambio de producciones en masa. Los productos norteamericanos mantienen su competitividad gracias a que sus precios no se disparan, y si no se disparan es precisamente porque saben hacer uso de mano de obra barata. Días después corroboraré esta información en el magnífico libro Not fit for our society, de Peter Schrag, que habla abiertamente de cómo, en la historia de nuestro vecino del norte, los estadunidenses han requerido del trabajo de migrantes para hacer lo que sus propios connacionales se niegan a llevar a cabo. El ejemplo más evidente está en el gold rush de California, cuando decenas de miles de indocumentados chinos trabajaron las minas y después fueron deportados o vilipendiados al intentar integrarse a la sociedad que los utilizó durante años. Tal y como lo explica Violeta –y como aparece en el libro de Schrag- queda claro que el uso de migrantes es parte del modus operandi de Estados Unidos.
Violeta se despide de mí una hora y media después de haberme abierto la puerta. La acompaño a su coche, un modesto sedán, y le agradezco la entrevista. A diferencia de Luis y su esposa, Violeta no me pregunta qué haré con la información que me acaba de otorgar. Me queda claro que no le interesa ver su nombre en papel, ni en los agradecimientos de ningún largometraje.
“Mucha suerte,” le digo, y mis ojos se posan sobre el bulto en su vientre.
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Luis me pide que lo espere dentro del campus de la Universidad de Arizona para empezar nuestro recorrido por el desierto. El taxista, un negro de nombre Terrell que bien podría ser hermano mayor de Fifty Cent, me pregunta mi nombre y, al escucharlo, me recuenta la historia de Daniel en el foso de los leones. A pesar de que la conozco desde la infancia, dejo que Terrell hable. Ni siquiera lo interrumpo cuando su narración le abre paso a un alud de preguntas sobre mi inclinación religiosa. ¿Crees en Dios?, ¿crees en his son, Almighty Jesus?, ¿eres protestante, cristiano, católico? Cometo el error de decirle que soy una especie de judío agnóstico no practicante y lo que logro es que el taxista se enardezca, que su diálogo brinque de segunda a quinta velocidad, enumerándome las virtudes de la vida religiosa y los peligros de llevar una vida secular.
Cuento los minutos para llegar al campus, mientras Terrell sigue hablando. Su voz sonora retumba en el escueto espacio de su taxi. Finalmente llegamos, tomo un billete de diez dólares y lo deposito sobre la palma de su mano. “God bless you”, me dice, pero más que bendición me suena a insulto.
“God bless you, too,” le digo. “And thanks for the chat.”
Abro la puerta. Camino apresurado rumbo al campus.
“This wasn´t a chat!” Me grita, desde el asiento del piloto, y lo veo echarse en reversa, con la intención de seguirme a través del estacionamiento. ¿Quiere que le jure que llegando a México iré a bautizarme?, ¿quiere dinero para su iglesia? No sé. Y decido no averiguarlo. Troto y entro al restaurante más cercano: un desayunador cuyo menú consiste en cuarenta cereales, diez tipos de leche y cinco tipos de fruta. El taxista le da un par de vueltas al estacionamiento, quizás pensando que estoy escondido detrás de un arbusto y que pronto saldré para escucharlo hablar un poco más sobre la manera en la que Dios ama a todas sus criaturas menos a los judíos agnósticos no practicantes. Finalmente desaparece.
Luis marca mi celular veinte minutos después y me recoge en su camioneta familiar justo donde Terrell me dejó. El clima helado y artificial dentro del automóvil contrasta con el calor seco del campus de la universidad. Pienso en pedirle a Luis que apague el aire acondicionado, pero prefiero guardar mis exigencias para otro momento. Después de todo, ni él ni su esposa tienen la obligación de pasearme por Arizona, y, a pesar de que no conozco el desierto, imagino que visitar Sasabe, Arivaca y Nogales no es como ir a Disneylandia.
Nuestra primera parada es el Sahuaro National Park, un estrecho desértico que es el hábitat natural de los Sahuaros: gigantescos cactos, de anchos troncos y figuras extrañamente antropomórficas. Muchos de ellos parecen hombres con las manos arriba, justo antes de ser arrestados, y sus colosales figuras son lo único que sobresale entre la vegetación rastrera que circunda Tucson. El resto de la flora está compuesto por plantas marchitas, arbustos amarillentos y chollas: una especie de cacto malévolo cuyo único propósito en la vida parece ser el cubrir su redondo cuerpecillo con espinas que, como me explica Luis, imitan la forma de una flecha.
Una vez que perforan la piel son casi imposibles de extirpar. El desierto está lleno de ellas. El desierto es una fortaleza viviente.
Manejamos rumbo a Sasabe, un puesto fronterizo, para que conozca el muro que separa a México de Estados Unidos. El camino nos toma poco más de dos horas, en gran medida porque repetidamente pido a mis anfitriones que se detengan para tomar fotos. En las curvas antes de llegar a Sasabe vemos una decena de tarántulas cruzar el desierto; toda la carretera está cercada por hilos metálicos; a veces pasan diez minutos antes de que nos rebase otro automóvil; lo único que decora el acotamiento son señalizaciones anunciando diversos checkpoints de las patrullas fronterizas.
Border Patrol. Checkpoint. 50 miles.
Quizás porque mi único referente del desierto proviene de los westerns de Clint Eastwood, imaginaba a Sasabe como un dinámico pueblo vaquero, el punto de encuentro predilecto entre comerciantes gringos e indocumentados, un lugar de cantinas, diners y canchas de futbol americano. La realidad es otra. Frente a Sasabe, Tres Marías podría ser considerada una metrópoli. Un desvencijado camión escolar, sin llantas, asomándose detrás de la reja de un deshuesadero nos da la bienvenida, seguido por un pastor viejo, con sombrero de paja, que arrea a unas cuantas vacas aletargadas. Un anciano dormita sobre una silla delante de una oficina de correos, el único negocio del lugar. Si hay gente viviendo en Sasabe, sus casas están bajo tierra.
Seidy estaciona la camioneta y Luis y yo nos bajamos para caminar rumbo a la frontera y la estación policiaca que la vigila desde un promontorio. La única construcción nueva dentro del poblado de Sásabe es, por supuesto, la caseta que interrumpe el muro fronterizo, una especie de techo triangular, muy al estilo del viejo oeste, debajo del cual no pasa ni un solo coche, ni mucho menos un solo peatón, y basta con acercarse a la muralla para entender por qué. No hay nada alrededor de Sasabe, ni del lado mexicano o el estadunidense. Me asomo a través de los tubos de metal herrumbroso que componen el muro y no veo nada que no sea esa vegetación a ras de piso que también cubre el desierto norteamericano. Las únicas señales de vida las emiten las vacas que mastican ramas, sus crías que no se separan de sus ubres y los dos policías rubios que de vez en cuando nos observan con un rifle entre manos desde la pluma que permite o impide la entrada de nadie.
La relativa planicie del desierto me ayuda a constatar que el muro es aparentemente infinito. No lo pierdo de vista porque su construcción cese sino porque mi miopía me impide verlo a lo lejos. Estamos a finales de octubre, a un mes del invierno y el calor en la frontera roza los 33 grados. Luis me asegura que de haber venido en julio, ya habríamos huido de vuelta a la camioneta. “¿Cuánto calor hace en verano?” Le pregunto.
“Cuarenta y tantos grados,” me responde, dándome la espalda, con la vista fija en las tres o cuatro casas que componen el pueblo de Sasabe.
Nuestra siguiente parada es Arivaca. Vamos a ese pequeño poblado porque queda de camino entre Sasabe y la carretera interestatal que une a Tucson con Nogales, esa ciudad partida en dos, con una mitad en Estados Unidos y otra en México. El desierto comienza a mutar rumbo a Arivaca. Aquí y allá brotan oasis de verdor, frondosos árboles alrededor de riachuelos milagrosos, pero no son más que breves paréntesis entre la monotonía agreste del desierto de Arizona. Transcurre una hora para que volvamos a ver una sola casa, y cuando finalmente la vemos un letrero nos avisa que estamos en Arivaca, un pueblo que, si acaso, tiene el doble de habitantes que Sasabe. Hay una gasolinera y un supermercado bien surtido en el que compro una bolsa de duraznos, frente a la mirada atónita de la cajera, que no puede creer que está parada frente a un turista. “What are you doing here?”, me pregunta, sonriendo, y ni siquiera pienso en explicarle.
“Just visiting.”
Arriba de la camioneta, y batallando contra una mano empapada del jugo pringoso de dos duraznos, por primera vez veo a la border patrol en acción. En un meandro de la carretera vemos a una hilera de migrantes –niños, niñas, mujeres, un solo hombre al que el sombrero le cubre la mitad del rostro- sentados de espaldas al desierto, mirando al suelo, con las manos esposadas detrás de la espalda, vigilados por un policía que se pasea frente a ellos, con la puerta de su camión fronteriza abierta, lista para engullirlos y escupirlos de vuelta a México.
Llegamos a Nogales al filo de las seis de la tarde, justo antes de que anochezca, después de comer en un restaurante digno de una cinta de ciencia ficción, en el que la entrada que nos dio la bienvenida era un gigantesco cráneo de buey, con un letrero amarillo que anunciaba un partido de la NFL. Afuera había una pickup, una camioneta Chevrolet de los ochenta y una harley davidson con las llantas ponchadas.
Si el restaurante con entrada craneal parecía diseñado por H.R. Giger, Nogales parece extraída de una novela de Phillip K. Dick. La división entre ambos lados es evidente. Mientras que el estadunidense de Nogales goza de cierto orden, con Burger Kings y Wal Marts y casas de cambio en cada esquina, la ciudad mexicana parece querer brincarse la frontera. La muralla que divide ambas secciones está limpia de casas en una mitad y en la otra está repleta de ellas, bordeando el muro, con todas las ventanas viendo hacia el norte. La primera impresión que tengo es que ambas Nogales son ciudades embrocadas, cuyos contenidos fluyen hacia adentro y hacia afuera de México y Estados Unidos (este vaivén humano es también evidente).
Estacionamos la camioneta afuera de un restaurante de comida rápida y, con pasaporte en mano, caminamos rumbo a la frontera. Como era de esperarse, salir de México no presenta mayor problema. Pasamos debajo de la gris estructura que controla el flujo de vehículos e individuos entre los dos países y en menos de cinco minutos estamos en México. ¿Quiere Taxi, caballero?, ¿quiere taxi? Una hilera de automóviles, que se pierde detrás de los adocenados edificios de Nogales, espera entrar de vuelta al norte. Uno, dos, tres consultorios dentales salpican la primera cuadra que vemos, ofreciendo todos sus servicios en inglés.
“Antes los gringos se cruzaban la frontera para recibir tratamiento porque es mucho más barato acá que allá”, me dice Luis, mientras zigzagueamos alrededor de la gente en busca de un taxi que nos lleve a ver las pinturas que los indocumentados han dibujado sobre el muro fronterizo. No hay un rincón en el que no se escuchen los lamentos de algún cantante norteño con el corazón abollado. Se acaban los MacDonalds y empiezan los Elektras, los lugares para tramitar visas (rapidito, barato, en menos de un mes) y los talleres que legalizan coches comprados del otro lado de la frontera. Aquí y allá, Luis me señala autobuses encargados de llevar y traer de vuelta a mexicanos que quieren hacer sus compras al Wal-Mart de Arizona.
El taxi cobra cincuenta pesos por recorrer la frontera de Nogales. Es de noche y, apenas salimos de las calles y negocios que colindan con la entrada a Estados Unidos, la ciudad adopta un carácter opaco y ominoso. Las banquetas se vacían de gente, se atenúa la luz de los postes y desaparece la música ranchera. Quizás estoy mal, quizás solo soy un chilango fuera de su elemento, pero me siento vulnerable; tengo miedo. El taxista se estaciona frente al muro y Luis y yo caminamos rumbo a él, con cámara en mano, listos para documentar los grafitis que ahí han dibujado. Lotería, dice el primer grafiti, y debajo de la palabra hay un rectángulo, dividido en nueve espacios, como el famoso juego de mesa mexicano, solo que en este tablero no hay yoyos, trompos, mariachis o sandías sino coyotes, maquilas, muerte y un mapa de México lleno de pisadas negras, todas ellas apuntando al norte. Una virgen de Guadalupe, con el lema “viajeros” como un halo sobre su cabeza, cuida a aquellos que quieren cruzar la frontera. A lo lejos, dos niños –como espectros ambarinos en medio de la oscuridad de Nogales- patean una pelota por la calle yerma, y sus alaridos son lo único que perfora el silencio de nuestra visita.
Regresamos al taxi y nuestro taxista ofrece acercarnos a los túneles a través de los cuales se entra de manera ilegal a Estados Unidos. Nos alejamos del muro y sus tétricos grafitis, en dirección al oeste de Nogales. A diferencia de Sasabe, aquí la frontera está dividida no por tubos de metal sino por una altísima lámina, coronada por alambres de púas. “A veces jugábamos volibol con los que estaban del otro lado”, nos dice el taxista, lamentando la inclusión de este nuevo elemento punzocortante. Un par de camionetas de la border patrol, con sus luces de alta encendidas, nos observan desde lo más alto de un monte del lado norteamericano.
Un grupo de jóvenes (“cholos”, les dice el taxista) están sentados sobre una piedra, en uno de los barrios bajos de Nogales a los que entramos; todos, como las ventanas de sus casas, viendo hacia Arizona. Todos menos una chica, de jeans y top blanco, que no suelta a su novio.
“Se van a cruzar,” nos dice el taxista, e ignoro si está diciendo la verdad o si solo pretende darnos lo que piensa que buscamos: un vistazo, turístico y lejano, a la realidad de los indocumentados.
Damos vuelta en “u”. Afuera, la calle huele a gasolina, a las balatas del taxi y a ese olor punzante, nauseabundo, de la grasa quemándose sobre los sartenes de todos los puestos de comida que invaden las banquetas y las esquinas de Nogales.
Entrar de regreso nos toma treinta minutos. En ese tiempo, la fila de automóviles apenas si se mueve. De regreso a Tucson pasamos tres checkpoints fronterizos. En todos ellos inspeccionan nuestra camioneta. En todos nos piden el pasaporte.
*-*
“Writers for Justice on the Border,” dice el panfleto que me dan a la mañana siguiente, mientras camino por el campus de la universidad. Sponsored by: Sonora review, No more deaths and The Poetry Center. Una lectura de obras y poesía alrededor de la problemática migrante.
Atrás del panfleto, un texto que traduzco:
“¿Por qué escribimos en Arizona? La pregunta es más importante de lo que parece. Las pistolas vienen de nuestro lado, el dinero que paga a los cárteles es nuestro y cada vez deportamos más y más mexicoamericanos. Los tratados de libre comercio binacionales siguen diezmando las oportunidades de trabajadores mexicanos y cada vez más ninis (los que ni trabajan ni estudian) son reclutados por el narcotráfico. Hay un cuarto de millón de jóvenes sin trabajo en Ciudad Juárez. Nuestras manos no están limpias; nuestros corazones políticos no son impolutos”.
Es la primera muestra que veo, desde mi llegada, de un grupo de norteamericanos queriendo hablar, explicar o entender el dilema de la frontera, así que, sin dudarlo un instante, le mando un mensaje a Luis y le pregunto si podría llevarme a escuchar la lectura esa misma noche.
La cita es dentro del campus, en un salón con paredes de cristal y capacidad para no más de cincuenta personas. El lugar está lleno. Luis y yo llegamos veinte minutos tarde y, por lo tanto, nos tenemos que sentar hasta atrás. El acto gravita en torno a la lectura de un estudiante de Creative Writing , quien lee avances de su primera novela, sobre migrantes. Aunque elegante y evocativa, su prosa está llena de repeticiones, como si cada párrafo fuera una espiral cuyo ritmo depende del uso de las mismas oraciones y palabras, similar al estilo de David Peace, cuya novela sobre el Tokio de posguerra, Tokyo Year Zero, está de moda. No ayuda que, al igual que Peace, su narrativa fluctúa entre dos idiomas: quizás un norteamericano no tenga problema, pero para un mexicano escuchar a un escritor gringo decir “Tihuana” cuarenta veces es risible.
El joven escritor habla de Antonio, que vivía en “La Neza”, que mataba perros para hacer “tambores”, que fue mula para el narcotráfico, que se fue a vivir a “Tihuana”, al que expulsaron diez veces de “el gabachou”.
“Failure of language and empathy,” dice el joven, rubio, de barba cobriza, mientras nos observa. “The wall is a failure of language and empathy.”
Al final de la lectura me acerco para platicar en espanglish. “Vente a los shelters de Nogales,” me dice. Ahí ha estado trabajando, por casi un año, con todos los migrantes a los que el gobierno norteamericano deporta y que se quedan varados en Nogales, sin dinero para regresar a Guatemala, Honduras o el sur de México.
Esa misma noche, Luis me presenta a Ricardo Castro Salazar, su maestro, quien ha trabajado de cerca con decenas de jóvenes indocumentados. Ricardo agradece que haya venido a Arizona para escribir sobre el tema y asegura que mañana me presentará a la más brillante de todas sus alumnas, una chica sin papeles, para que la entreviste.
*-*
A la mañana siguiente salgo corriendo rumbo al centro de Tucson para presenciar el famoso Streamline Procedure del que me habló Violeta. Desgraciadamente llego tarde. Me avisan que la corte despachó a los inmigrantes rapidito y que, si quiero, puedo volver mañana o pasadomañana o en tres días, al fin que este asunto ocurre cinco días por semana. Me quedo en el centro de Tucson: los hombres esperando un autobús en la estación, tatuados de los brazos al rostro; negros en camisetas sin mangas, sus esposas cargando a sus hijos recién nacidos; una mujer con la leyenda “I went to jail” tatuada debajo de la nuca; un chico que me pide un cigarro y, tras recibirlo y encenderlo, me ve a los ojos y me espeta (como si la decisión final dependiera de mi voto): “Hey, bro! Legalize marihuana!”
En el centro de atención a migrantes hay unos panfletos con información relevante. En una hoja sobre un corcho, sujeta con una tachuela, aparece la foto de una mujer con camisa a cuadros, abrazando a su hija, quien viste una camiseta de Mickey Mouse:
¡Asistan a la conferencia de prensa y mitín comunitaria en apoyo a Araceli!
Llame a Janet Napolitano, Directora del Departamento de Homeland Security (DHS), encargada de cancelar las deportaciones y dígale:
“No deporte a Araceli, no separe a esta madre de su hija, de su familia, de su comunidad: son importante parte de nosotros, de nuestro pueblo de Tucson”.
Arriba una dirección y la fecha en la que se llevará a cabo una conferencia de prensa, dentro de la Iglesia del Sagrado Corazón, para impedir que Araceli, nacida en México pero criada en Tucson desde niña, sea deportada. Es mañana, a las doce del día. Pido permiso para llevarme la hoja y salgo del centro de atención, rumbo al hotel.